No sé por qué, pero supuse que me obedecería. En efecto: cogió el vaso sin protestar y se tomó su contenido de un trago. Dejé el vaso vacío sobre la mesita y me senté en un rincón, entre el armario y la librería. Harey se me acercó despacio y se sentó en el suelo, junto al sillón, como solía hacer a menudo, encogiendo las piernas y, con un gesto muy familiar, se echó el pelo hacia atrás. Aunque estaba seguro de que no era ella, cada vez que la reconocía en aquellos pequeños hábitos se me hacía un nudo en la garganta. Era una situación incomprensible y horrorosa, y lo peor de todo era que yo mismo tenía que comportarme de manera pérfida, fingiendo que la tomaba por Harey, aunque lo cierto es que ella misma estaba convencida de serlo y, a su modo de ver, no obraba con malicia. No sé cómo llegué a la conclusión de que esa era la cuestión, pero estaba seguro de ello, ¡suponiendo que hubiera algo de lo que pudiera estar seguro!
Estaba sentado y la chica apoyó su espalda contra mis rodillas, su pelo rozaba mi mano inerte; permanecimos así, casi inmóviles. Consulté disimuladamente el reloj varias veces seguidas: había transcurrido media hora y el somnífero debería haber empezado a actuar. Harey murmuró algo en voz baja.
— ¿Qué dices? — pregunté, pero no me contestó. Lo consideré un síntoma de la pereza provocada por el sueño, aunque, a decir verdad, en el fondo dudaba de que la medicina surtiera efecto. ¿Por qué? Tampoco encuentro respuesta a esta pregunta, quizás porque mi truco era demasiado sencillo.
Deslizó la cabeza lentamente sobre mi regazo, el pelo oscuro la cubrió por completo, respiraba regularmente, como si estuviera dormida. Me agaché para llevarla a la cama cuando, de repente, sin abrir los ojos, me agarró del pelo con la mano y soltó una carcajada aguda.
Me quedé petrificado, mientras ella reía sin parar. Me observaba con los ojos entreabiertos, con una expresión al mismo tiempo ingenua y astuta. Yo me había sentado de nuevo, forzadamente tieso, atontado e impotente; Harey rio una vez más, luego apretó su cara contra mi mano y se calló.
— ¿De qué te ríes? — pregunté con voz sorda. Su cara de nuevo expresaba inquietud. Sabía que quería ser honesta. Se frotó con el dedo su pequeña nariz y dijo, por fin, suspirando:
— Ni yo misma lo sé.
Sus palabras sonaron sinceras.
— Me estoy comportando como una idiota, ¿verdad? — continuó —. De repente, he… pero tú tampoco lo estás haciendo mucho mejor: estás aquí sentado, malhumorado como… como Pelvis…
— ¿Como quién? — pregunté, porque me parecía haber entendido mal.
— Como Pelvis, ya sabes, ese gordo…
Sin lugar a dudas, resultaba imposible que Harey conociera a Pelvis; tampoco podía haberme oído hablar de él, por la sencilla razón de que el regreso de su expedición ocurrió unos tres años después de que ella muriera. Fue entonces cuando lo conocí y yo mismo ignoraba que, al presidir las reuniones del Instituto, tenía la insoportable costumbre de alargar las sesiones hasta el infinito. Por otro lado, se llamaba Pelle Villis, nombre que devino en el abreviado mote del que tampoco se tenía noticia antes de su regreso.
Harey apoyó los codos en mi regazo, mirándome fijamente. Le puse las manos sobre los hombros y las deslicé lentamente por la espalda, hasta que casi se juntaron a la altura del palpitante y desnudo comienzo de su cuello. Al fin y al cabo, podía tratarse de una simple caricia y, de acuerdo con su mirada, no había imaginado nada distinto. En realidad, estaba confirmando que, al tacto, su cuerpo no dejaba de ser un cuerpo humano corriente y cálido y que, bajo los músculos, se escondían huesos y articulaciones. Al ver sus tranquilos ojos, me poseyó el deseo de apretar los dedos con fuerza.
Estaba a punto de hacerlo, cuando de pronto me acordé de las manos ensangrentadas de Snaut y la solté.
— Qué manera de mirar, la tuya… — dijo con calma.
Mi corazón bombeaba sangre con tanta fuerza que no podía hablar. Cerré los párpados un instante.
De pronto visualicé el plan de acción, desde el principio hasta el final, con todos sus detalles. Sin perder ni un momento, me levanté del sillón.
— Tengo que irme ya, Harey — dije —, pero si te empeñas, puedes venir conmigo.
— Vale.
Se incorporó de un salto.
— ¿Por qué vas descalza? — pregunté mientras me acercaba al armario y elegía, de entre los monos de colores, dos: uno para mí y otro para ella.
— No lo sé… he tenido que dejarme los zapatos en algún sitio… — dijo insegura. Hice caso omiso de sus palabras.
— No podrás ponértelo con el vestido, tendrás que quitártelo…