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Las luces del aeropuerto se reflejaban en su pulida superficie, temblando y titilando. No obstante, los golpes habían cesado; dentro del proyectil reinaba el más absoluto silencio, tan solo las barras del andamio, de las que colgaba el cohete, separadas entre sí, se veían borrosas, vibrando como las cuerdas de un instrumento. La frecuencia de las vibraciones alcanzó un nivel que me hizo temer por la integridad del caparazón. Apreté el último tornillo con manos temblorosas, tiré la llave y, de un salto, bajé de la escalera. Al retroceder despacio y de espaldas, vi cómo los pernos de los amortiguadores, calculados para soportar una presión constante, bailaban en sus fijaciones. Me parecía que la acorazada superficie perdía, poco a poco, su brillo uniforme. Como un loco, me abalancé sobre el panel de mandos y con ambas manos alcé la palanca de activación del reactor; en ese momento, a través del altavoz conectado con el interior del cohete, se oyó un penetrante silbido, una especie de aullido que en nada se parecía a la voz humana, pero en el que, a pesar de ello, pude distinguir, una y otra vez repetido, mi nombre: «¡Kris! ¡Kris! ¡Kris!».

Aunque no llegué a oírlo demasiado claro. Mis nudillos heridos sangraban, por culpa de mis caóticos y violentos esfuerzos por poner el cohete en marcha. Una aurora azulada resbalaba por las paredes, una humarada brotó de golpe del panel de control, por debajo de los tubos de escape, convirtiéndose en una columna de chispas venenosas, y todos los ruidos se vieron envueltos en un alto y prolongado zumbido. El cohete se elevó sobre tres llamas que enseguida se fundieron en una sola columna de fuego, dejando tras de sí un trepidante lecho de ascuas, y la nave salió despedida por la trampilla abierta. Los accesos en forma de diafragma no tardaron en cerrarse, los compresores automáticos iniciaron la limpieza del aire, inyectándolo limpio dentro del hangar, en cuyo interior remolineaba el corrosivo humo. No me di cuenta de nada de todo aquello. Tenía las manos apoyadas contra el panel, la cara ardiendo a fuego vivo, el pelo encrespado y chamuscado por el golpe térmico, y tragaba a bocanadas un aire con olor a quemado y a los gases producidos por la ionización. Pese a que, en el momento del despegue, había cerrado instintivamente los ojos, el fuego me deslumbró. Durante un buen rato, no vi más que círculos negros, rojos y dorados que, poco a poco, se fueron diluyendo. El humo, el polvo y la niebla se desvanecían, absorbidos por los conductos de ventilación que gemían prolongadamente. Lo primero que conseguí ver fue la pantalla verdosa del radar iluminado. Empecé a buscar el cohete con ayuda de un foco de luz direccional. Cuando por fin logré localizarlo, ya estaba fuera de la atmósfera. En mi vida había enviado al espacio un cohete de forma tan loca y a ciegas, desconociendo por completo qué aceleración y qué trayectoria adjudicarle. Pensé que lo más sencillo sería introducirlo en la órbita de Solaris, a una altura aproximada de mil metros; entonces podría apagar los motores, porque no estaba seguro de, si después de tanto tiempo encendidos, corría el riesgo de provocar una catástrofe de consecuencias difíciles de calcular. Como pude averiguar consultando la tabla, la órbita de mil metros era estacionaria. Para ser sinceros, tampoco aquello garantizaba un resultado óptimo, pero, simplemente, no encontré otra salida.

No tuve el valor de encender el altavoz que había apagado inmediatamente después del despegue. Habría preferido hacer lo que fuera con tal de no volver a escuchar aquella terrible voz, desprovista ya de todo rasgo de humanidad. Todas las apariencias — de eso estaba seguro— se habían desvanecido y a través de la máscara del rostro de Harey había empezado a entreverse otro, verdadero, frente al cual la alternativa de la locura se convertía en auténtica liberación.

Era la una cuando abandoné el aeropuerto.

<p>PEQUEÑO APÓCRIFO</p>

Tenía quemaduras en la cara y en los brazos. Me acordé de haber visto, mientras buscaba el somnífero para Harey (ahora, si pudiera, me reiría de mi ingenuidad), en el botiquín, un frasco con pomada contra las quemaduras, así que regresé a mi cuarto. Al abrir la puerta de la habitación, inundada por la luz roja del atardecer, había alguien sentado en el sillón junto al que, poco antes, se había acurrucado Harey. El miedo me paralizó e intenté retroceder para emprender la huida; toda la escena duró apenas una fracción de segundo. La persona que ocupaba el asiento levantó la cabeza. Era Snaut. Con las piernas cruzadas, de espaldas a mí (seguía llevando el mismo pantalón de tela manchado de reactivos), hojeaba unos papeles. Junto a él, sobre la mesita, había una pila de documentos. Al verme, los apartó todos y durante un rato me miró ensombrecido, por encima de las gafas apoyadas en la nariz.

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