— ¿Un mono? Pero ¿para qué? —preguntó e, inmediatamente, intentó quitarse el vestido; sin embargo, enseguida se dio cuenta de que no podía hacerlo, ya que no había ningún cierre. Los botones rojos del centro no eran más que un simple adorno. Tampoco había ninguna cremallera. Harey sonrió desconcertada. Fingiendo que aquello era lo más normal del mundo, corté la tela por el lugar donde acababa el escote de la espalda, ayudándome de un instrumento parecido a un bisturí que había recogido del suelo. Solo entonces pudo quitarse el vestido por la cabeza. El mono le quedaba un tanto holgado.
— ¿Vamos a volar? Pero ¿tú también? — No paraba de preguntar cuando, ya vestidos, abandonamos la habitación. Yo me limité a asentir con la cabeza. Temía que nos encontráramos con Snaut, pero el pasillo que llevaba al aeropuerto estaba desierto y la puerta de la estación de radio, por delante de la cual tuvimos que pasar obligatoriamente, cerrada.
Un silencio sepulcral seguía envolviendo la Estación. Harey me observaba mientras yo sacaba, desde el compartimento del medio y con ayuda de una pequeña carretilla eléctrica, el cohete a la pista libre. Comprobé por orden el estado del microrreactor, de los mandos teledirigidos y de las toberas y, a continuación, desplacé el cohete sobre la vagoneta hasta la superficie circular de la pista de despegue que se extendía bajo la bóveda central; previamente, había retirado de allí la cápsula vacía.
Era una pequeña nave utilizada para comunicar la Estación y el sateloide, que servía para transportar mercancías pero no personas, excepto en circunstancias extraordinarias, puesto que era imposible abrirla desde el interior. Era precisamente lo que necesitaba para llevar a cabo mi plan. Por supuesto, mi intención no era lanzar el cohete, pero actué como si lo estuviera preparando para un despegue de verdad: Harey, quien me había acompañado en tantos viajes, tenía ciertas nociones del protocolo. Para terminar, comprobé el estado de los aparatos de climatización y de oxígeno, los puse en marcha y cuando, tras encender el circuito principal, las luces de control se encendieron, salí del estrecho interior y le hice señas a Harey, que se encontraba de pie junto a la escalera.
— Entra.
— ¿Y tú?
— Después de ti. Tengo que cerrar la puerta.
No me pareció que pudiera descubrir mi trampa antes de tiempo. Una vez hubo descendido por la escalera hasta el interior, metí la cabeza por la escotilla y le pregunté si estaba cómoda; respondió con un sordo «sí», ahogado por la estrechez del espacio, y yo di un paso atrás y cerré la puerta con ímpetu. Aseguré ambos cerrojos con dos rápidos movimientos y empecé a apretar los cinco tornillos de cierre del caparazón, con ayuda de una llave que traía conmigo.
El afilado cohete en forma de huso se hallaba en posición vertical, como si de verdad estuviera a punto de partir al espacio. Sabía que a la persona a la que había encerrado en su interior no le ocurriría nada malo: dentro del cohete había suficiente oxígeno, e incluso algo de comida; de todas formas, tampoco tenía intención de retenerla allí para siempre.
Deseaba a toda costa ganar al menos un par de horas de libertad en las que trazar planes para el futuro y contactar con Snaut, ahora ya de igual a igual.
Tras apretar el penúltimo tornillo, noté que las tres tornapuntas metálicas que sujetaban el cohete temblaban ligeramente, pero pensé que yo mismo había causado el movimiento pendular del bloque de acero al manejar con demasiado brío la enorme llave.
Sin embargo, al alejarme unos pasos, observé algo que espero no tener que volver a ver jamás.
¡El cohete entero temblaba, impulsado por series de golpes procedentes de su interior! ¡Y menudos golpes! ¡Seguro que un autómata de acero, en lugar de la esbelta joven de pelo negro, no habría sido capaz de causar semejantes estremecimientos a aquella mole de ocho toneladas!