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Dio vueltas por la cabina, revisó todos los rincones, miró por la ventana; al final, se me acercó y dijo:

— Kris, tengo una sensación extraña, como si algo hubiese ocurrido.

Se interrumpió. Esperé, con la maquinilla encendida en la mano.

— Como si se me hubieran olvidado… muchas cosas. Lo sé… solo me acuerdo de ti… y… y de nada más.

La escuchaba, tratando de controlar la expresión de mi cara.

— ¿He estado enferma?

— Bueno… se podría decir que sí. Durante un tiempo, estuviste algo enferma.

— Ah. Será por eso.

Se había animado otra vez. No sé expresar lo que estaba viviendo: cuando se callaba, caminaba, se sentaba o sonreía, la sensación de que tenía delante a la propia Harey era más fuerte que mi miedo nauseabundo; sin embargo, en momentos como aquel, me parecía que solo se trataba de una Harey simplificada, reducida a una serie de réplicas características, a unos cuantos gestos y movimientos. Se me acercó, apoyando sus puños apretados contra mi pecho, justo bajo el cuello y preguntó:

— ¿Cómo nos va? ¿Bien o mal?

— Mejor que nunca — contesté.

Sonrió levemente.

— Si tú lo dices, será que las cosas van más bien mal.

— En absoluto, Harey. Cariño, ahora tengo que salir — dije precipitadamente —. Espérame, ¿vale? O quizás… Quizás tengas hambre — añadí, porque yo mismo empezaba a tener mucha hambre.

— ¿Hambre? No.

Negó con la cabeza, hasta que su cabello ondeó.

— ¿Tengo que esperarte? ¿Durante cuánto tiempo?

— Una hora — empecé a decir, pero me interrumpió.

— Te acompañaré.

— No puedes acompañarme, voy a trabajar.

— Te acompañaré.

Esta era una Harey completamente distinta: la otra no importunaba con su presencia. Nunca.

— Eso es imposible, mi niña…

Levantó la mirada y, de pronto, me cogió de la mano. Recorrí su antebrazo con la mía, hacia arriba: su brazo era redondo y caliente; sin la menor intención, mi gesto fue casi una caricia. Mi cuerpo la estaba reconociendo, la deseaba, me sentía atraído por ella más allá de toda razón, más allá de los argumentos y del miedo.

Intentando, a toda costa, mantener la calma, repetí:

— Harey, es imposible: tienes que quedarte.

— No.

¡Qué tono!

— ¿Por qué?

— N… no lo sé.

Miró a su alrededor y de nuevo levantó los ojos hacia mí.

— No puedo… — dijo muy bajo.

— Pero ¡¿por qué?!

— No lo sé. No puedo. Me parece que… me parece que…

Al parecer, buscaba la respuesta en algún lugar de su mente y cuando consiguió encontrarla, fue para ella un descubrimiento.

— Me parece que tengo que estar contigo… a todas horas.

Su tono perentorio había privado a sus palabras del carácter sentimental de una confesión; aquello era algo completamente diferente. El sentido de mi abrazo cambió, aunque, en apariencia, todo siguiera igual, ya que seguía abrazándola; sin dejar de mirarla a los ojos, empecé a tirar de sus brazos hacia atrás: entonces supe a qué respondía aquel movimiento, ejecutado, en principio, de forma instintiva: yo ya estaba buscando con la mirada algo con que atarla.

Sus codos, doblados por detrás de la espalda, chocaron ligeramente el uno contra el otro y se tensaron al mismo tiempo, tornando vano mi esfuerzo. Resistí, como mucho, un segundo. Ni siquiera un atleta, arqueado hacia atrás como Harey y tocando apenas el suelo con la punta de los pies, conseguiría liberarse, pero ella, con el rostro de quien no ha roto jamás un plato, suavemente, sonriendo insegura, deshizo la presión, se enderezó y bajó los hombros.

Me observaba con el mismo sereno interés que al principio, en el momento de mi despertar, como si no se hubiese dado cuenta de mi desesperado esfuerzo, causado por un ataque de pánico. Ahora estaba de pie, pasiva, como a la espera de algo, al mismo tiempo indiferente, concentrada y un tanto sorprendida por todo aquello.

Me rendí. La dejé en medio de la habitación y me acerqué a la estantería, junto al lavabo. Sentía que había caído en una trampa peligrosa y trataba de encontrar una salida, considerando modos de alcanzarla cada vez más despiadados. Si alguien me hubiese preguntado entonces qué me estaba pasando y qué significaba todo aquello, no habría sabido qué contestar, pero a esas alturas ya era consciente de que los acontecimientos en la Estación constituían una unidad, tan terrible como incomprensible; de todas formas, en aquel momento no estaba pensando en ello, sino en tratar de dar con algún truco, una maniobra que me facilitara la huida. Aunque yo estaba de espaldas, notaba que Harey me estaba mirando. En la pared, sobre la estantería, habían fijado un pequeño botiquín de mano. Revisé por encima su contenido. Encontré un botecito de somníferos y eché cuatro pastillas, la dosis máxima permitida, en el vaso. Ni siquiera intenté disimular delante de Harey. No sabría decir por qué. Ni me lo planteé siquiera. Llené el vaso con agua caliente, esperé a que las pastillas se diluyeran y, a continuación, me acerqué a Harey, que seguía en el centro de la habitación.

— ¿Estás enfadado? — preguntó en voz baja.

— No. Tómate esto.

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