Sin decir palabra, me acerqué al lavabo, saqué del botiquín la pomada semilíquida y comencé a distribuirla por las zonas más afectadas, sobre la frente y las mejillas. Afortunadamente no se habían inflamado demasiado; los ojos no se habían dañado, gracias a que los había apretado con fuerza. Con ayuda de una aguja estéril de practicante, pinché las ampollas de mayor tamaño, en las sienes principalmente y una en la mejilla, extrayendo el suero de su interior. Después, me cubrí la cara con dos láminas de gasa humedecida. Durante todo este tiempo, Snaut no dejó de observarme con atención. Lo ignoré. Concluida la cura (mi cara ardía cada vez más), tomé asiento en el segundo sillón, del que previamente tuve que retirar el vestido de Harey. Se trataba de un vestido muy corriente, salvo por el hecho de que no tenía ni un solo cierre.
Snaut, con las manos entrelazadas sobre su rodilla puntiaguda, vigilaba con sentido crítico mis movimientos.
— ¿Y bien? ¿Vamos a charlar un rato? — dijo, una vez me hube sentado.
No contesté, apretando el trozo de gasa que empezaba a deslizarse por mi mejilla.
— Hemos tenido invitados, ¿verdad?
— Sí —contesté con sequedad. No tenía ni la más mínima intención de adaptarme a su tono.
— ¿Y nos hemos deshecho de ellos? Bueno, bueno, con qué ímpetu te has puesto a ello.
Se tocó la piel de la frente, que seguía descamándose y en la que empezaban a vislumbrarse manchas rosa de cutis fresco. Lo miraba estupefacto. ¿Por qué hasta ahora, el bronceado de Snaut y Sartorius no me había llamado la atención? Durante todo ese tiempo, había dado por hecho que era por el sol, pero nadie se broncea en Solaris…
— Pero creo que empezaste modestamente — siguió hablando, sin prestar atención al súbito cambió de expresión que se debía de reflejar en mi cara —. Diferentes
— ¿Qué pretendes? Podemos hablar de igual a igual. Si quieres hacer el payaso, será mejor que te vayas.
— En ocasiones, uno hace de payaso en contra de su voluntad — dijo. Me miró con los ojos entornados —. No conseguirás convencerme de que no usaste ni cuerda ni martillo. ¿Por un casual no habrás arrojado el tintero, igual que Luter? ¿No? ¿Eh? — Hizo una mueca —. En ese caso, ¡eres un hombre gallardo! Incluso el lavabo sigue entero, ni siquiera intentaste romperle la cabeza, nada en absoluto; en vez de destrozar la habitación, desde un principio, ¡la empaquetaste en el cohete, a la de tres, lo lanzaste y ya está!
Consultó el reloj.
— En tal caso, deberíamos de disponer de dos, quizás hasta de tres horas — concluyó. Me miraba con una sonrisa desagradable; por fin, continuó—: Entonces, ¿dices que me consideras un cerdo?
— Un cerdo integral — confirmé con fuerza.
— ¿Sí? ¿Y me habrías creído si te lo hubiese dicho? ¿Habrías creído una sola palabra?
Guardé silencio.
— Primero le ocurrió a Gibarian — prosiguió, siempre con la misma falsa sonrisita —. Se encerró en su cabina y hablaba solamente a través de la puerta. Y nosotros, ¿adivinas qué opinamos?
Lo sabía, pero prefería no decir nada.
— Está claro. Pensamos que se había vuelto loco. Nos contó algo a través de la puerta, pero no todo. Incluso puedes figurarte por qué ocultaba la identidad de la persona que estaba con él. Venga, si ya lo sabes:
— ¿Qué oportunidad?
— Bueno, supongo que intentaba clasificarlo, ordenarlo, resolverlo trabajando por las noches. ¿Sabes lo que hacía? ¡Seguro que lo sabes!
— Cálculos — dije —. Hay un montón en el cajón de la emisora de radio. ¿Son suyos?
— Sí. Pero entonces no sabía nada de eso.
— ¿Cuánto tiempo duró?
— ¿La visita? Una semana, creo. Conversaciones a través de la puerta. Menuda la que se lio allí. Creíamos que sufría de alucinaciones y de excitación motriz. Le administraba escopolamina.
— ¿Cómo? ¿A él?
— Pues sí. La cogía, pero no para tomársela él. Hacía experimentos con ella. Él era así.
— ¿Y vosotros?
— ¿Nosotros? Al tercer día, decidimos que teníamos que llegar a él, tirando incluso la puerta abajo, a falta de una solución mejor. Somos buena gente y lo que queríamos era someterlo a tratamiento.
—¡Ah… es por eso! — se me escapó.
— Sí.
— Y allí… en el armario…
— Sí, querido muchacho, sí. No sabía que también vendrían a vernos también a nosotros. Y ya no podríamos cuidar de él. Pero entonces no lo sabía. Ahora es… es ya una rutina.
Lo dijo en voz tan baja que la última palabra, más que escucharla, la adiviné.
— Espera, no lo entiendo — dije —. Teníais que estar escuchando. Tú mismo dijiste que escuchabais a hurtadillas. Por tanto, tuvisteis que oír dos voces, y…
— No. Solo su voz, pero incluso aunque se hubiesen producido allí susurros incomprensibles, como comprenderás, se los hubiéramos adjudicado todos a él…
— ¿Solo a él…? Pero ¿por qué?