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Me incliné sobre ella y le subí la manga del vestido. Justo encima de la cicatriz de la vacuna contra la varicela, en forma de flor, se divisaba la minúscula huella roja de un pinchazo. Aunque me lo esperaba (porque instintivamente seguía buscando retales de lógica en medio de lo inverosímil), tuve náuseas. Toqué con el dedo la pequeña marca de la inyección, con la que me había pasado años soñando — despertándome sobre las sábanas revueltas, gimiendo, siempre en la misma postura, doblado en dos, la misma postura en que la había encontrado a ella, ya casi fría —, porque intentaba imitarla en sueños, como si así pudiera implorar su perdón, o tal vez acompañarla en sus últimos momentos, cuando empezó a notar el efecto de la inyección y a tener miedo. Lo cierto es que un simple arañazo la asustaba, no soportaba el dolor, ni ver la sangre y, de pronto, hizo algo tan terrible, dejándome apenas cinco palabras en una hoja de papel a mi nombre. La guardaba entre mi documentación, la llevaba siempre conmigo, desgastada, desintegrándose en los pliegues, no me atrevía a separarme de ella; mil veces imaginé el momento en que la estaba escribiendo y lo que debió de sentir entonces. Me convencí de que únicamente pretendía montar una escena y asustarme y que, por error, la dosis resultó demasiado alta; todos me aseguraban que así había sido; o bien que había respondido a una decisión impulsiva, originada por la depresión, una depresión repentina. Sin embargo, ignoraban lo que yo le había dicho cinco días antes con el fin de hacerle daño; después, mientras yo recogía mis cosas y preparaba el equipaje para marcharme, ella me preguntó con sorprendente calma: «¿Sabes lo que significa…?». Y yo fingí no entenderla, aunque la entendía perfectamente, pero pensaba que era una cobarde y eso también se lo dije y ahora estaba tumbada sobre la cama, en diagonal, y me miraba atentamente, como si no supiera que fui yo quien la había matado.

— ¿Es todo lo que se te ocurre? — preguntó. El sol pintaba de rojo la habitación, el reflejo del amanecer brillaba en su pelo; ella se miró el hombro con repentino interés, solo porque yo lo había estado examinando durante mucho tiempo y, cuando dejé caer la mano, apoyó contra ella su fría y suave mejilla.

— Harey — dije con voz ronca —, esto no puede ser…

—¡Para!

Tenía los ojos cerrados, pude ver cómo temblaban bajo los tensos párpados, sus negras pestañas tocaban los pómulos.

— ¿Dónde estamos, Harey?

— En casa.

— ¿Y dónde está?

Abrió un ojo durante un segundo y enseguida lo cerró, cosquilleando mi mano con sus pestañas.

—¡Kris!

— ¿Qué?

— Estoy tan a gusto…

Yo seguía sentado, inmóvil. Levanté la cabeza y vi una parte de la cama, el pelo revuelto de Harey y mis rodillas desnudas reflejadas en el espejo del lavabo. Con un pie, acerqué una de aquellas herramientas semifundidas esparcidas por el suelo y la cogí con la mano libre. La punta estaba afilada. Me la acerqué a la piel, justo por encima de una rosácea cicatriz, semicircular y simétrica, y me la clavé. El dolor fue punzante. Observé la sangre que corría por la parte interior del muslo y goteaba silenciosamente sobre el pavimento.

Fue inútil. Los terribles pensamientos que rondaban mi cabeza aparecían cada vez más perfilados, ya no me repetía «es un sueño»; hacía mucho que había dejado de creerlo, ahora pensaba más bien «tengo que defenderme». Miré su espalda que, bajo la tela blanca, se prolongaba en la curva de la cadera, y ella dejó sus pies descalzos colgando sobre el suelo. Alargué las manos hacia ellos, con suavidad le cogí un talón y empecé a acariciarle con los dedos la planta del pie.

Era tan delicada como la de un recién nacido.

Estaba ya casi seguro de que no era Harey y casi seguro, también, de que ella no lo sabía.

El pie descalzo se movió dentro de mi mano, los oscuros labios de Harey se llenaron de risas que no emitían ningún sonido.

— Para… — susurró.

Con suavidad, abrí la mano y me incorporé. Seguía desnudo. Mientras me vestía apresuradamente, vi que se sentaba sobre la cama sin dejar de mirarme.

— ¿Dónde están tus cosas? — pregunté y enseguida me arrepentí.

— ¿Mis cosas?

— ¿Solo tienes ese vestido?

Ahora aquello era un juego. Conscientemente, procuré comportarme con despreocupación, de forma natural, como si nos hubiésemos separado el día anterior; no, como si nunca nos hubiésemos separado. Se puso de pie y con un leve pero enérgico gesto, de lo más familiar, se sacudió la faldita para estirarla. Mis palabras la intrigaron, aunque no dijo nada. Recorrió la estancia con la mirada, por primera vez curiosa, escrutadora, y la posó sobre mí, visiblemente sorprendida.

— No lo sé… —dijo con impotencia—; creo que en el armario… — añadió y entreabrió la puerta.

— No, allí solo están los monos de faena — contesté. Junto al lavabo, encontré una maquinilla eléctrica y empecé a afeitarme. Prefería no darle la espalda a la chica mientras lo hacía, fuese quien fuese.

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