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Más calmado, observé con detenimiento a Harey. El sol la iluminaba a contraluz: el rayo que se filtraba por la ranura de la cortina doraba el aterciopelado vello de su mejilla izquierda y sus pestañas proyectaban una larga sombra sobre su rostro. Era preciosa. Hay que ver, pensé, ¡qué meticuloso era, incluso fuera de la realidad! me esforzaba por controlar los movimientos del sol y también porque ella tuviera su hoyuelo allí donde nadie más lo tiene, justo debajo de la comisura de sus sorprendidos labios; pero hubiese preferido que aquello se acabara ya. Tenía que ponerme a trabajar. Apreté los párpados, tratando de despertarme cuando, de pronto, oí un crujido. Inmediatamente, abrí los ojos. Estaba sentada a mi vera, sobre la cama, y me miraba muy seria. Le sonreí y ella me sonrió y se inclinó sobre mí: el primer beso fue liviano, como el de dos niños. Luego, la besé durante largo rato. ¿Era justo aprovecharse así de un sueño? pensé. Pero aquello ni siquiera constituía una traición a su recuerdo, porque era ella quien, por su cuenta, había entrado en mi sueño. Nunca antes me había ocurrido… Seguíamos sin hablar. Yo estaba tumbado boca arriba; cuando alzaba el rostro, podía mirar dentro de las ventanas de su nariz, iluminadas desde el exterior, que habían sido siempre el barómetro de sus sentimientos; con la punta de los dedos, recorrí sus orejas, que tenían los lóbulos enrojecidos a causa de mis besos. No sé si era eso lo que tanto me inquietaba; yo me seguía repitiendo que solo se trataba de un sueño, pero tenía el corazón oprimido.

Me armé de valor para abandonar la cama de un salto; estaba preparado para no conseguirlo; en los sueños, a menudo uno no domina su propio cuerpo que está como paralizado o ausente; es más, pensaba que la mera intención de levantarme me despertaría. Pero no me desperté, sino que me quedé sentado, con los pies apoyados en el suelo. No me quedaba otra, tenía que soñarlo hasta el final, pensé, pero el buen ambiente se había desvanecido sin dejar huella. Tuve miedo.

— ¿Qué quieres? — pregunté. Mi voz sonaba ronca y tuve que aclararla.

Instintivamente, palpé el suelo con los pies desnudos en busca de las zapatillas, antes de recordar que no las había traído, pero entonces me di un golpe tan fuerte en un dedo que chillé de dolor. «¡Ahora acabará todo esto!», pensé satisfecho.

Pero todo seguía igual. Harey retrocedió al incorporarme. Apoyó la espalda contra el cabecero de la cama. Su vestido palpitaba ligeramente, justo a la altura de su pecho izquierdo, al ritmo de su corazón. Me observaba con sereno interés. Pensé que lo mejor sería ducharme, pero se me ocurrió que una ducha con la que uno sueña no sería capaz de despertarme.

— ¿De dónde has salido? — pregunté.

Me cogió la mano y la lanzó al aire, en un gesto familiar, jugueteando con las yemas de mis dedos.

— No lo sé —dijo —. ¿Te parece mal?

La voz también era la misma, baja y un tanto distraída. Solía hablar sin preocuparse demasiado de lo que decía, como si estuviera entretenida con otra cosa; por eso, a veces, daba la sensación de ser una persona irreflexiva, incluso desvergonzada, porque todo lo miraba con una sorpresa abatida que solo se reflejaba en sus ojos.

— ¿Alguien… te ha visto?

— No lo sé. Simplemente he venido. ¿Acaso importa, Kris?

Siguió jugando con mi mano, pero su rostro se mostraba ya ausente. Se enfurruñó.

— ¿Harey…?

— Dime, cariño.

— ¿Cómo sabías dónde estaba?

Aquello la sorprendió. Descubrió el extremo de sus dientes al sonreír; sus labios eran tan oscuros que, cuando comía cerezas, no se notaba.

— No tengo ni idea. Es gracioso, ¿verdad? Estabas durmiendo cuando entré, pero no te desperté. No quería despertarte, porque te enfadas. Eres un gruñón y un aburrido — dijo y lanzó enérgicamente mi mano hacia lo alto, al compás de sus palabras.

— ¿Has estado abajo?

— Sí, he estado. Me he escapado de allí porque hacía mucho frío.

Me soltó la mano. Al tumbarse de lado, sacudió la cabeza hacia atrás para que todo el pelo le quedase a un lado y me miró con aquella media sonrisa que solo dejó de molestarme en el momento en que empecé a quererla.

— Pero… Harey… si… — balbuceé.

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