Estaba a punto de cerrar el cajón cuando me fijé en que, en su interior, había una pila de folios cubiertos con impacientes cálculos. La saqué y, al ojearlos, comprobé que alguien había llevado a cabo un experimento parecido al mío, con la diferencia de que, en vez de los datos en relación a la esfera estelar, había requerido del sateloide mediciones del albedo de Solaris, con intervalos de cuarenta segundos.
No estaba loco. El último rayo de esperanza se había apagado. Desconecté el emisor, me tomé el resto del caldo del termo y me fui a dormir.
Ejecuté los cálculos con un silencioso encarnizamiento, que era lo único que me mantenía de pie. Me sentía tan torpe a causa del cansancio que no fui capaz de desplegar la litera de mi camarote y, en vez de liberar los enganches superiores, tiré de la manivela de forma que las sábanas se me vinieron encima; cuando por fin conseguí abrirla, me quité el traje y la ropa interior, los arrojé al suelo y a continuación me dejé caer, semiinconsciente, sobre la almohada, sin terminar de inflarla siquiera. Me quedé dormido sin darme cuenta, con la luz encendida. Al abrir los ojos, tuve la sensación de haber dormido apenas unos minutos. La habitación estaba inundada de un nublado resplandor rojo. Tenía algo de frío y me encontraba a gusto. Yacía desnudo, completamente destapado. Enfrente de la cama, bajo una ventana que tenía la cortina descorrida hasta la mitad, había alguien sentado en una silla, bañado por la luz roja del sol. Era Harey que, con un vestido de playa blanco, las piernas cruzadas, descalza, el pelo moreno peinado hacia atrás, la fina tela ceñida sobre el pecho, extendía sus bronceados antebrazos y me observaba, inmóvil, por debajo de sus negras pestañas. La contemplé durante un largo rato, completamente tranquilo. Mi primer pensamiento fue: «Qué bien que sea un sueño, que eres consciente de estar soñando». Aun así, hubiese preferido que desapareciera. Cerré los ojos y empecé a desearlo con mucha intensidad, pero, al abrirlos de nuevo, ella seguía sentada en la misma postura. Fruncía los labios, como si fuera a silbar, un gesto habitual en ella, pero sus ojos no sonreían.
Me acordé de mis reflexiones de la noche anterior, antes de acostarme, acerca de los sueños. Tenía exactamente el mismo aspecto que la última vez que la había visto viva, cuando solo tenía diecinueve años; ahora tendría veintinueve, pero no había cambiado en absoluto: los muertos se mantienen jóvenes. Ella seguía mirándome y parecía estar sorprendida. «Voy a arrojar algo contra ella», pensé, pero aunque solo se trataba de un sueño no me atreví, ni siquiera dormido, a arrojarle nada a una muerta.
— Pobrecita, mi niña — dije —, has venido a hacerme una visita, ¿verdad?
Me asusté un poco, porque mi voz sonó muy realista y toda la habitación, incluida Harey, parecía absolutamente real.
¡Qué sueño tan plástico y colorido! Además, estaba viendo, por el suelo, objetos en los que la noche anterior, al acostarme, ni siquiera había reparado. «Cuando me despierte — pensé— tendré que comprobar si de veras están ahí, o si son también fruto del sueño, al igual que Harey…».
— ¿Vas a seguir ahí sentada mucho tiempo…? — pregunté, y me di cuenta de que estaba hablando en voz baja, como si temiera que alguien me oyera, ¡como si alguien pudiera estar escuchando, a hurtadillas, lo que sucedía dentro de un sueño!
Mientras tanto, el sol se había elevado un poco más. «Bueno — pensé —, no está mal». Me acosté durante el día rojo, luego tocaba el azul y, después, otro día rojo. Como era imposible que llevase durmiendo quince horas seguidas, ¡estaba claro que se trataba de un sueño!