A la izquierda de los tilos, fuera de la zona protegida, había una casa de madera antigua, ya gris por el tiempo y ahora volviéndose poco a poco blanca. Era de dos pisos, con un techo de hierro con la forma de un barco. Allí había vivido el dueño estatal antes de que se construyeran las casas de ladrillos. Más allá se veían los techos de la villa de Mavrino y luego un campo y más lejos a lo largo de la línea de ferrocarril, una nubécula plateada de vapor surgía y ascendía de una locomotora, aunque la misma y los vagones casi no se veían en la brumosa mañana blancuzca.
Pero Sologdin apenas percibió la vista que se extendía delante de él. Aunque invitado a hacerlo, no se sentó siquiera. Tenso y sintiendo sus firmes y jóvenes piernas sosteniéndolo, se apoyó al costado de la ventana con su vista clavada en los rollos de papel que yacían sobre la mesa de Chelnov.
Éste se sentó sobre un sillón incómodo con un alto respaldo, ajustó su manta alrededor de sus hombros, abrió su cuaderno de notas, tomó un largo lápiz parecido a una lanza, y lo dirigió a Sologdin severamente como apuntándole. El tono banal de su conversación previa desapareció instantáneamente.
Fue como si grandes alas hubiéranse abatido sobre la habitación diminuta. Chelnov habló no más de dos minutos, pero tan concisamente que no se podría hallar una brecha entre sus pensamientos. Eso significaba que Chelnov había hecho más de lo que Sologdin había pedido. Había obtenido una estimación matemática de las posibilidades del diseño propuesto por el joven. El diseño prometía un resultado cercano a lo requerido, por lo menos hasta que pudiese presentarlo a equipos electrónicos puros. Pero era necesario encontrar cómo hacerlo no sensible a los impulsos de baja energía; estimar con precisión el efecto de las fuerzas inerciales mayores en el mecanismo para asegurar la adecuación del
—Y luego... —Chelnov miró a Sologdin con una mirada profunda—, y luego no lo olvide, su código está afirmado en el principio del caos y está bien así, pero una vez determinado el caos, una vez enfriado y petrificado, se convierte siempre en un sistema. Sería mejor perfeccionar una solución por la cual el mismo caos fuera caóticamente modificado.
Aquí el profesor tomó aliento, reflexionó, dobló, la página en dos y calló.
Sologdin cerró sus ojos, como si lo hubiera enceguecido una luz demasiado brillante y quedó de pie allí, sin nada.
Desde la primera palabra del profesor había sentido una ola de calor íntimo. Se apoyó más hacia la ventana porque le pareció que iría a remontar vuelo hacia el techo por su felicidad.
¿Quién había sido antes de su encierro? ¿De qué había sido capaz? ¿Era realmente un ingeniero? Le había importado más lo que parecía a las mujeres que cualquier otra cosa y, de hecho, había sido sentenciado a cinco años por los celos de un adversario.
Y luego había recorrido Butyrskaya, Presnya, Sev Urallag, Ivdellag, Kargopollag.
Había habido una investigación de la Central de interrogaciones y la prisión en un campo socavado en la misma montaña.
Había habido "el jefe político del campo", teniente segundo Kamyshan, quien once meses trató de meterle la segunda condena y otros diez años más. Kamyshan no escatimó darles segundos términos a los recluidos Reunió en un mismo manojo a todas las sentencias demasiado cortas, y a los que eran conservados en el campo sólo bajo órdenes especiales hasta la terminación de la guerra. Y no se preocupó por las acusaciones y cargos. Alguien había dicho a otro que había vendido al Oeste, un cuadro del museo Hermitage y les dio a ambos diez años más de cárcel.
Además había una mujer, una enfermera, también zeka, de cuyos favores Kamyshan, un rudo, y donjuanesco sabueso, estaba celoso respecto a Sologdin. (Sus celos no eran vanos). Aun ahora Sologdin recordaba a esa enfermera con una gratitud física tal, que no sentía pena ni lástima por haber recibido por su causa la cuota extra de diez años más de castigo.
Kamyshan gustaba golpear a la gente en la boca con un palo hasta romperle los dientes y hacerlos sangrar. Si había cabalgado por el campo —¡y era un buen jinete!— ese día cambiaba el palo por el rebenque.
Era tiempo de guerra. Aun afuera todo el mundo estaba racionado. ¿Y en el campamento? ¿En la Cueva Montañosa?
Sologdin había aprendido de su primera investigación que lo mejor era no firmar nada. Pero lo mismo tuvo sus diez años más. Lo llevaron directamente del juicio al hospital. Estaba muriéndose. Su cuerpo destinado a la desintegración, se rehusó a tomar pan, sopa o guiso.
Llegó el día en que lo pusieron en una camilla y lo trasportaron a la morgue para quebrarle la cabeza con un mazo de madera antes de llevarlo al cementerio. Pero en el último instante se movió... y de este momento... de este... ¡oh! fuerza renovadora de la vida!