Con un rápido movimiento él se volvió hacia ella y dijo burlón: De mi sólo puede saber donde están los cuatro zeks privados de derecho que trabajan en esta habitación. Uno salió a una visita. Hugo Leonardovich está celebrando la Navidad letona. Yo estoy aquí. E Iván Ivanovich pidió tiempo para secar sus medias y repararlas. El último año logró un record de doce pares: Pero lo que deseo saber es dónde están los dieciséis trabajadores pagos o, en otras palabras, los camaradas que supuestamente son más responsables que nosotros.
Estaba dando el perfil a Emina, quien podía ver la condescendiente sonrisa que Sologdin sugería entre sus mostachos pequeños y precisos y su barba francesa aguzada. Emina lo miró, deleitosamente.
—Cómo ¿no sabe que nuestro mayor arregló anoche con Antón Nicolayevich que hoy tengamos día libre? Por supuesto ¡yo tuve que ser la encargada de la guardia única!
—¿Un día libre? ¿Por qué?
—Porque es domingo.
—¿Y desde cuándo el domingo es un día libre tan repentinamente?
—El jefe dijo que no teníamos ningún trabajo urgente para hoy. Sologdin se volvió velozmente hacia Emina.
—¿Que
Casi gritó
A pesar de la horrible perspectiva de copiar día y noche, Emina conservó la calma que le quedaba muy bien, por su belleza de tipo quieto. Ese día no había siquiera movido su lápiz ni levantado la hoja que cubría su tablero y se apoyaba cómodamente sobre ella. (Su casaca cerrada enfatizaba la plenitud de sus pechos). Se arrellanó hacia atrás gentilmente y miró a Sologdin con sus ojos grandes y amistosos.
—¡Dios nos libre! ¿Sería capaz de hacer una cosa semejante?
Con una fría mirada Sologdin preguntó:
—¿Por qué usa la palabra Dios? Después de todo usted es la esposa de un chekista, de un policía del servicio secreto, ¿no?
—¿Y qué tiene eso que ver? — preguntó Emina sorprendida—. Para la Pascua hacemos los "kulichi". ¿Y qué hay con eso?
—¿Ku-li-chi? [3]
—Por supuesto.
Sologdin miró hacia abajo a la sentada Emina. El verde de su traje refulgía impertinente. Su casaca y su pollera se pegaban y revelaban su cuerpo carnoso. No estaba abotonada hasta el cuello y el blanco de su blusa de batista asomaba sobre la casaca.
Sologdin trazó otra línea vertical en la hoja rosada y dijo con hostilidad: —Después de todo usted dijo que su marido era un oficial de la policía secreta del Estado, ¿no?
—Ese es mi marido. Pero mi madre y yo somos mujeres, después de todo —comentó Emina con una sonrisa desarmadora. Sus gruesas trenzas rubias rodeaban su cabeza con una corona majestuosa. Sonrió y luego miró como una mujer de aldea, según habría actuado Rimma Tsesarskaya.
Sologdin sin responder, se sentó al bies en su silla como para no ver a Emina y comenzó a estudiar el dibujo pinchado allí.
Todavía estaba bajo el peso de la conversación con Chelnov y sentía una alegría in crescendo y no quería dejar de sentir esa emoción. Con un presentimiento interior, Sologdin consideraba asegurada la insensibilidad de su futura obra a los impulsos de baja energía y la inercia de la rueda libre, aunque sería necesario dejar un amplio margen de seguridad en los cálculos. Sin embargo el último comentario del profesor sobre el caos petrificado lo perturbaba. No significaba que su trabajo era, erróneo, pero sí indicaba cómo difería del ideal. Sentía vagamente que algo no marchaba en su descubrimiento y había una última pulgada equivocada que Chelnov no había percibido y él mismo no lograba atrapar. Era importante, en la afortunada quietud del domingo quieto, determinar cuál era la falla y proceder a corregirla. Solamente entonces podría explicar su trabajo a Yakonov y comenzar a seguir el sendero que lo conduciría fuera de esas paredes espesas.
De modo que realizó un esfuerzo para evadirse de las ideas de Emina y volver al ámbito de las proferidas por el profesor. Emina se había sentado a su lado por un año lo menos, pero nunca habían tenido la posibilidad de hablar un rato largo y nunca de estar solos los dos. Sologdin a veces bromeaba con ella cuando, de acuerdo a su plan predeterminado, se permitía un descanso de cinco minutos. Larisa Nicolayevna lo divertía en su posición subordinada de dibujante, aunque ella era mujer de una posición social más elevada y él, apenas, un esclavo científico; pero perturbante con su cuerpo floreciente y grande que ponía por delante todo el tiempo.
Sologdin miró su dibujo y Emina continuó moviéndose atrás y adelante sobre sus codos mirándolo fijamente. Su pregunta surgió insólita: —Dimitri Aleksandrovich. ¿Y a usted? ¿Quién le zurce las medias?