Sin perder su compostura, no preguntó en voz alta, con inocencia: —¿Qué estás leyendo? o —¿Dónde has conseguido eso? — pues Nerzhin hubiera podido oír la respuesta de Adamson. Se fue derecho a Adamson y le dijo en voz baja: —Gregory Borisich, déjame dar un vistazo al título.
—Muy bien, mira, — dijo Adamson con reticencia. Khorobrov abrió la tapa y leyó asombrado:
—Borisich, — preguntó cariñosamente—. ¿Hay alguien después de usted? ¿Tengo alguna probabilidad?
Adamson se sacó los lentes pensativo y le dijo: —Veremos, ¿me quieres cortar el pelo hoy?
A los zeks no les gustaba visitar al barbero Stahanovez. Los que ellos se elegían cortaban sus cabellos para satisfacción personal de sus antojos o fantasías, trabajando despacio porque tenían mucho tiempo por delante.
—¿Cómo podemos conseguir una tijera?
—Se la pediré a Zyablin.
—Muy bien, te cortaré el cabello.
—En la página 128, se puede desmembrar, te la pasaré. Observando que Adamson había leído hasta la página 110, Khorobrov salió al corredor a fumar de mucho mejor humor.
Gleb estaba más que colmado con la idea anticipada de la tremenda fiesta de ver a su mujer. En alguna parte en la residencia de estudiantes en Stromynka, Nadya, también estaba probablemente nerviosa en esta última hora. En tales encuentros los pensamientos suelen dispersarse, uno se olvidaba de lo que quería decir; por eso debería escribírselos en un pedazo de papel, aprendérselos de memoria y destruirlos después, puesto que no se puede llevar el pedazo de papel con uno. Acordándose tan sólo de los ocho puntos, ocho: la posibilidad de su traslado, que las sentencias no terminan con la expiración de las sentencias, que se puede ser exiliado, que...
Corrió hacia el guardarropa y planchó su pechera. La pechera era una invención de Ruska Doronin, que muchos otros adoptaron. Se trataba de una pieza de algodón blanco, un pedazo de sábana rota en treinta partes —aunque el que la proveía a los cuartos no sabía nada de aquello— que se cosía a un cuello. Aquella pieza era suficiente para cubrir la abertura del overol por donde asomaba la marca negra M.G.B. — Prisión Especial N°—. También tenía dos kilos para atársela atrás. La pieza ayudaba a crear la apariencia de bienestar que todos deseaban. Sin dificultad para ser lavada, servía fielmente los días de semana y de fiesta. Su uso ayudaba a no avergonzarse delante de las trabajadoras libres del instituto.
Una vez en la escalera, Nerzhin trató inútilmente de lustrar sus zapatos gastados con el seco y endurecido betún de alguien.
La prisión no proveía zapatos para los días de visita, puesto que aquellos quedarían bajo la mesa, fuera de la vista.
Cuando volvió al cuarto para afeitarse (las máquinas de afeitar y hasta las navajas estaban permitidas, tal era lo absurdo de las reglas), Khorobrov estaba ya enfrascado en su libro.
El dibujante acaparaba con su multitudinario zurcido parte del piso además de toda su tarima; cortaba y remendaba, marcando el remiendo con lápiz. Desde su almohada, Adamson que miraba de soslayo por encima de su libro, le aconsejaba del modo siguiente:
—El remiendo es efectivo cuando se lo hace a conciencia. Dios nos salve de aproximaciones formales. No te apures. Da puntada después de puntada, cada cosa dos veces. Uno de los mayores errores, es usar un lazo podrido en el borde de un agujero. No economices, no salves las partes malas. Corta alrededor del agujero. ¿Nunca oye usted el nombre Berkalov?
—¿Quién, Berkalov? — No.
—Pero ¿cómo no...? Berkalov era un viejo ingeniero de artillería y el inventor de los cañones BC-3, que usted conoce, con fantástico disparador de velocidad. Allí estaba sentado Berkalov, también un domingo, también en una
REMONTANDO VUELO HACIA EL TECHO
El viejo profesor de matemática, Chelnov, figura familiar en muchas