Читаем En el primer cí­rculo полностью

Pero Chelnov jamás mezclaba trabajo y descanso. En la corta distancia que habían cubierto por los corredores y escaleras no había dicho ni una palabra sobre el tema tan importante para Sologdin, y, por el contrario, le estaba contando con una sonrisa su paseo matutino con Lev Rubín. Después de haber sido impedido de reunirse con los leñadores de madera, había leído a Chelnov sus poemas sobre un tema bíblico. Había una o dos faltas de ritmo, pero la rima era original y tuvo que admitir que los versos no eran malos del todo. La balada relataba cómo Moisés había conducido a los judíos por el desierto durante cuarenta años, en la privación, la sed y el hambre, y cómo la gente se había debilitado hasta el delirio y la rebelión. Pero estaban equivocados y Moisés, acertado, porque sabía que al final llegarían a la Tierra Prometida. Rubin, sin duda, había sufrido ese poema en carne propia y por eso había puesto todo su corazón en su creación.

Chelnov emitió opiniones sobre la materia, Dirigió la atención de Rubin sobre la geografía de la travesía de Moisés. Desde el Nilo a Jerusalén no había más de 400 kilómetros, y eso significaba que aun sí durante el sábado descansaban, no podían tardar más de tres semanas en cubrir la distancia. Por lo tanto se debía suponer que durante los restantes cuarenta años Moisés no los había guiado, sino perdido y hecho vagar por todo el desierto arábigo. Y era exageración.

Chelnov llegó a su cuarto con la llave que le había entregado el guardia cerca de la portería, fuera de la oficina de Yakonov. Solo él y la Máscara de Hierro poseían ese privilegio. (Ningún prisionero tenía el derecho de permanecer un segundo en su lugar de trabajo sin la supervisión de un empleado libre, porque la prudencia dictaba que el prisionero trataría de usar ese segundo sin vigilancia para romper la caja fuerte con documentos secretos, probablemente con un lápiz; fotografiarlos con un botón del pantalón; hacer estallar una bomba atómica y huir hasta la luna).

Chelnov trabajaba en una pieza llamada el Trust de Cerebros, donde no había nada más que un armario y dos mesas desnudas. Se había decidido —con permiso del ministro, por supuesto— permitirle la entrega personal de la llave al profesor. Desde entonces su gabinete había quitado el sueño al oficial de seguridad Shikin. En las horas que los prisioneros estaban encerrados en la prisión, con una barra doble en la puerta, este camarada bien pago y cuyas horas le pertenecían, se introducía en la sala del profesor, golpeaba las paredes, levantaba sus muebles, revisaba el sucio rincón detrás del armario y ceñudo meneaba su cabeza, sosteniendo el cancerbero que de esos liberalismos nada bueno podía resultar.

Con obtener Chelnov la llave terminaba el asunto. Cuatro o cinco puertas más adelante a lo largo del corredor del tercer piso había un nuevo vigía del Servicio Secreto. Este puesto consistía en una mesa de noche con una silla al lado. En ella una mujer estaba sentada, no una simple fregona que limpia pisos o prepara té —había otras para eso— sino una especializada que revisaba los pases de quienes entraban en la sala de la Sección Ultrasecreta. Los pases impresos en la tipografía del ministerio eran de tres clases: permanentes, semanales y diarios, de acuerdo al sistema pergeñado por el mayor Shikin. (Había sido también su idea construir el corredor sin salida de la Sección Ultrasecreta).

La labor de la revísora no era fácil: la gente entraba sólo raramente, pero tenía prohibido categóricamente tejer medías por los reglamentos y las instrucciones verbales del camarada Shikin. Y la pobre mujer —había dos que se dividían la tarea de las veinticuatro horas a doce cada una— luchaba por no dormirse durante el período de labor. Esta mujer era también un inconveniente para el coronel Yakonov porque le obligaba a firmar pases durante todo el día.

Pero, no obstante, el puesto existía. Y para cubrir sus pagas, en vez de los tres monitores que necesitaba la mesa de organización, sólo había uno llamado Spiridon.

Aunque Chelnov sabía perfectamente bien que la mujer sentada en el puesto se llamaba Marya Ivanovna y aunque ésta admitía cada mañana al profesor de cabellos grises, lo mismo pedía sobresaltada: ¡Su pase!

Chelnov mostraba su tarjeta y Sologdin su papel y seguían avanzando hasta dos puertas más allá. Pasaron el escritorio, abrieron la puerta de vidrio esmerilado hacia la escalera de atrás donde se encontraba el atelier del pintor y luego la pieza personal de la Máscara de Hierro y abrieron por fin la habitación de Chelnov, cerrada, con su llave.

Era un saloncito cómodo con una ventana, que daba al patio de ejercicios y al parque de tilos centenarios encerrados en la zona controlada por el fuego automático. Una abundante helada cubría sus copas majestuosas.

Un cielo blanco abarcaba la tierra con su sombra.

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