Sologdin alzó sus cejas: —¿Mis medías? — respondió preguntando sorprendido aunque sin dejar de mirar su dibujo—. Ivan Ivanovich lleva medias porque aún es nuevo, sólo ha estado en prisión tres años. Las medias no son sino un eructo del así llamado —y aquí casi vaciló porque se encontró obligado a usar una palabra de pájaro
—¿Y qué es lo que usted usa?
—Está sobrepasando los umbrales de la discreción, Larisa Nicolayevna —dijo Sologdin sin poder impedir una sonrisa—, yo uso el orgullo de nuestra Madre Rusia, peales.
Pronunció esas palabras con deleite.
—Pero son los soldados los que los usan.
—Los soldados y otros dos grupos más: prisioneros y campesinos colectivos.
—Y también hay que remendarlos y lavarlos.
—Se equivoca. ¿Quién lava sus peales? Simplemente se los usa un año sin lavarlos y luego se los tira y se busca otros de la administración.
—¿En serio? ¿De veras? — Emina lo miró casi asustada. Sologdin estalló en una risa juvenil y suelta.
—Hay gente que lo hace así. ¿Y usted cree que podría comprar medias con nuestra paga? Usted sí, es una dibujante del MGB y gana... ¿cuánto gana por mes?
—Mil quinientos rublos.
—¡Diablos! — exclamó Sologdin triunfante:—. ¡Mil quinientos rublos! Y yo como "creador", que significaba en el Lenguaje de Máxima Claridad, un ingeniero, recibo treinta rublos mensuales. No me puedo permitir el lujo de tirar mi dinero en medias, ¿no le parece?
Los ojos de Sologdin tintineaban gozosamente. Lo que había dicho no tenía nada que ver con Emina, pero ésta se ruborizó.
El marido, para decirlo de una vez, era una morsa. Para él, su familia hacía tiempo que no era más que una almohada blanda y para ella, su marido, era apenas otro mueble del hogar. Cuándo volvía a casa de su trabajo, tardaba un largo lapso comiendo su cena con gran placer y luego se iba a dormir. Al despertar leía el diario y oía la radio. Siempre estaba vendiendo su radio vieja y comprando otra nueva. Lo único que lo excitaba —y lo llegaba a apasionar— era el fútbol (por su rama de servicio siempre alentaba al Dynamo Sport Club de Moscú). Era tan tonto y monótono, que no despertaba ya una mínima chispa de interés en Larisa. Y sus amigos se placían en contar sus servicios al Estado, jugar a las cartas, beber hasta no poder más y ponerse morados, y tratar de abrazarla cuando estaban borrachos.
Sologdin con sus movimientos ágiles, su rápida cabeza y su lengua aguda, sus salidas inesperadas de la severidad á la ironía, le placía sin el menor esfuerzo aunque ese éxito no le importase demasiado al muchacho.
Se había tornado hacia su diseño y Larisa continuaba mirándolo, sus bigotes, su barbita, sus húmedos y llenos labios. Hubiera deseado sentir su barba rozándole y rayándole la cara.
—Dimitri Aleksandrovich —dijo interrumpiendo de nuevo el silencio— ¿lo molesto?
—Sí, un poco —replicó Sologdin—. La Pulgada Final exigía una concentración suprema. Pero su vecina lo estaba molestando. Se volvió de su mesa de trabajo y por lo tanto hacia Emina y comenzó a sacar papeles insignificantes.
Podía escuchar el ruido pesado del reloj de muñeca de la mujer.
Un grupo de personas pasaba por el corredor aproximándose, hablando en voz baja. Desde el vecino GRUPO SIETE se oyó la voz algo ceceante de Mamurin: —¿Estará listo ese trasformador pronto?— Y el grito irritado de Markushev: —No se lo debería haber dado a ellos, Yakov Ivanich.
Larisa apoyó sus manos y en ellas su mentón y continuó mirando cada vez más lánguidamente a Sologdin.
Este leía.
—Cada hora y cada día —susurró ella reverentemente—; se halla preso y estudia así. Es usted una persona muy especial, Dimitri Aleksandrovich.
Pero Sologdin no estaba en condiciones de leer pues había vuelto a levantar la vista y mirarla.
.-¿Y qué tiene que ver que esté preso, Larisa Nicolayevna? Estoy preso desde que tengo veinticinco años y saldré a los cuarenta y dos... aunque no creo que los cumpla aquí. Y quizás me agreguen más. La mayor parte de mi vida la he malgastado en campos de trabajo y mi fuerza se ha desperdiciado. Uno no puede ceder a las circunstancias externas, sería degradante.
—Con usted todo se reduce a un sistema.
—Gasté siete de mis años de campamento extenuándome y realicé mi labor mental sin fósforo ni azúcar. Eso me obligó a una rutina muy estricta. Libertad o prisión, ¿cuál es la diferencia? Un hombre debe desarrollar una voluntad de poner sujeta sólo a esa razón. Rendir.
Con sus manos manicuradas de color cereza en las uñas pintadas. Emina trató cuidadosa y frustradamente de suavizar y enderezar la esquina doblada del papel. Luego bajó su cabeza hasta sus manos, de modo que la corona de sus espesos cabellos se dirigía hacia él y dijo pensativamente: —Creo deberle una explicación, Dimitri Aleksandrevich.
—¿Por qué?
—Una vez estaba cerca de su escritorio y vi que escribía una carta. Sólo fue por azar, usted sabe cómo suceden esas cosas. Y otra vez.
—¿Volvió a espiar, por pura casualidad?