No había nada que hacer. Había leído ya todos los diarios de que se podía disponer. Sobre la mesa de luz próxima a su tarima había una pila de libros de la biblioteca de la prisión especial. Uno de ellos era una colección de ensayos periodísticos de escritores reverenciados. Khosobrov abrió uno de Alexie. — No Tolstoi, como irrisoriamente lo llamaba la
sharashka. Con fecha junio de 1941 leía: "Los soldados germanos, presionados por el terror y la locura, chocaron en la frontera contra una pared de hierro y de fuego. Instantáneamente puso el libro a un lado. En las casas bien amuebladas de Moscú donde aún antes de la guerra habían ya refrigeradores eléctricos, aquellos gigantes intelectuales se habían inflado en omnipotentes oráculos, aunque no oían sino la radio y no veían otra cosa que sus canteros floreados. Una semi analfabeta de granja colectiva sabía más de la vida que ellos. Los otros libros de la pila eran literarios, pero a Khorobrov su lectura le daba asco. Uno se titulaba
Lejos de nosotros, éxito del momento, que ahora se leía mucho afuera pero recién habiéndolo empezado Khorobrov sintió náuseas. Era un pastel de carne sin carne, un huevo al que se le había chupado lo de adentro, un pájaro disecado. Hablaba sobre las construcciones proyectadas llevadas a cabo por los zeks, y acerca de los campos, pero en ninguna parte estaban los nombres de los campos ni decía que los trabajadores eran zeks que recibían raciones de prisión y estaban encarcelados en celdas de castigo; que en cambio, ellos los sustituyeron por los jóvenes de la Komsomols donde vivían bien vestidos, bien alimentados y llenos de entusiasmo. Como lector experimentado sentía que el autor sabía, había visto y tocado la verdad, que podía haber sido oficial de seguridad en un campo, pero que mentía con fríos ojos y duros.
El segundo libro era
Obras selectasdel famoso escritor Galakhov, cuya estrella estaba en su cénit. Habiendo reconocido el nombre de Galakhov y esperando algo de él, Khorobrov leyó el libro, pero lo dejó con el sentimiento de que había sido burlado del mismo modo que lo habían burlado con la lista de trabajo voluntario del "domingo". Hasta Galakhov, capaz de escribir bien acerca del amor, se había deslizado a través de una especie de parálisis espiritual a aquella otra manera predominante de escribir, no como si fuese destinado a gente normal sino a simplones sin experiencia, que en su insuficiencia mental agradecerían cualquier clase de esparcimiento. Cuanto fuese capaz de conmover o de impresionar realmente al corazón humano estaba ausente de esos libros. Si la guerra no hubiera sobrevenido, lo único que hubieran podido hacer era convertirse en panegiristas profesionales. La guerra les despojó el camino para la simple generalizada comprensión de los sentimientos humanos. Pero, ¿también aquí ellos elevaban a la altura de Hamlet toda suerte de fantásticos e imposibles conflictos? — como aquel miembro del Komsomol que había hecho volar docenas de trenes con municiones detrás de las líneas enemigas, pero que por no tener como miembro buen nivel en ninguna de las organizaciones del Partido, se torturaba de día y de noche por la incertidumbre de no pagar al Komsomol lo que le era debido.
Otro libro estaba también allí sobre la mesa de noche,
Cuentos americanosde escritores progresistas. Aunque Khorobrov no podía comprobar esas historias con la vida real, la selección era sorprendente. En cada una obligatoriamente se difamaba a América del Norte, venenosamente agrupados, ellos componían un cuadro como de pesadilla que uno llegaba hasta a preguntarse por qué todos los americanos no se fugaron o no se ahorcaron.
¡No había nada para leer!
Khorobrov pensó en fumar. Sacó un cigarrillo y empezó a darlo vuelta entre sus dedos. En el perfecto silencio de la habitación la cubierta de cigarrillo crujía un poco. Quiso fumar allí donde estaba, sin salir, sin sacar sus pies del borde de la cama. Los prisioneros que fuman saben que la única satisfacción real es la que produce el cigarrillo que se fuma mientras se está tendido sobre el propio pedazo de lecho propio, sobre la propia litera, sin apuro, mirando fijamente el techo donde se dibujan las imágenes del irrecuperable pasado y donde flotan las inalcanzables del futuro.
Pero el dibujante calvo no era fumador y le disgustaba el humo. Adamson fumaba, pero tenía la errónea idea, de que debía haber aire fresco en la habitación. Siendo un sostenedor firme del principio soberano de que la libertad comienza con el respeto de los derechos de los otros, Khorobrov, con una mueca, dejó caer sus piernas sobre el piso y se dirigió hacia la salida. Al hacerlo notó el grueso libro en manos de Adamson y se dio inmediatamente cuenta de que no había un libro así en la biblioteca de la prisión, que aquél venía de afuera, y que nadie pediría un mal libro afuera.