Nerzhin se ajustaba su "disfraz". En un tiempo los zeks de la
La habitación semicircular estaba casi vacía. Doce pares de camas de dos pisos en fila, tendidas a la manera de los hospitales, con el borde de la sábana vuelto hacia la vista, de modo de recoger el polvo y ensuciarse más pronto. Este método no podía sino haber sido adoptado por una burocrática cabeza masculina; no cabe duda que ni su mujer lo emplearía en su casa. Pero así es como lo exigía la regla sanitaria de la prisión.
Reinaba un extraño silencio que nadie se preocupó de disipar.
Cuatro personas quedaban todavía en ella: Nerzhin, que se estaba vistiendo, Khorobrov, Adamson y el dibujante calvo.
El dibujante era uno de aquellos tímidos zeks que no obstante los años de prisión no habían podido adquirir la típica insolencia del prisionero. Nunca se hubiera atrevido a permanecer lejos de su trabajo él domingo, sólo que hoy se sentía enfermo y excusado de su tarea por el médico de la prisión. Había tendido sobre su tarima un gran número de zoquetes con agujeros, algo de hilo y un huevo de zurcir casero; y frunciendo su entrecejo trataba de decidir por dónde comenzaría su zurcido.
Grigory Borisovich Adamson, había cumplido ya legítimamente una sentencia de diez años, (sin mencionar seis años de exilio antes), y estaba condenado otros diez más en la "ola de segundos términos". No es que rehusara a trabajar los domingos, pero hacía cuanto podía para no hacerlo. Hubo un tiempo, cuando sus días de Komsomol que no necesitaba ser llevado de la oreja para acompañar a los camaradas que trabajaban en los días libres; pero se sobreentendía que aquellos entusiasmos se adaptaban al espíritu del tiempo —alcanzar la economía en la remodelación: uno o dos años tal vez y todo sería hermoso, los jardines florecerían por todas partes. Ahora Adamson era uno de los pocos allí que habían aguantado en los horrorosos diez años enteros, y sabía que no era un mito, ni un delirio del tribunal, ni una anécdota divertida hasta la primera amnistía general —como lo creían los recién llegados— sino que diez, doce, o quince años de la vida agotadora del hombre. Había aprendido desde hacía mucho, a economizar cada movimiento muscular, a acumular cada minuto posible de reposo, y que lo mejor que se podía hacer un domingo era quedarse inmóvil en la cama.
Sacó el libro que Sologdin había puesto en la ventana y la dejó cerrada, despacio se quitó su overol, y se metió bajo la frazada, cubriéndose con ella, limpió sus anteojos con un pedazo de gamuza, se puso un caramelo en la boca, arregló su almohada y sacó de debajo del colchón un grueso libro forrado precariamente en papel. Sólo, el mirarlo lo reconfortaba.
Khorobrov, por el contrario, se sentía miserable. Tendido en sombría meditación, sobre la cama, todo vestido, con los zapatos descansando sobre el borde. Por temperamento sufría intensamente y con persistencia las cosas que hacían alzarse de hombros a los demás. Cada sábado, de acuerdo al bien conocido principio de que se hacía voluntariamente, los prisioneros, sin que se les preguntara, eran anotados como voluntarios deseosos de trabajar los domingos, y la lista era sometida a la administración de la prisión. Si las firmas hubieran sido realmente voluntarias, Khorobrov hubiera firmado y habría pasada voluntariamente su domingo libre en su mesa de trabajo. Pero precisamente porque la firma "era una burla desnuda, Khorobrov debía quedarse tendido estúpidamente en el encierro de la prisión.
Un zek de campo podía soñar con andarse en una celda tibia solo el día domingo, pero el zek de la