El cuarto era pequeño y bajo. Tenía dos puertas y ninguna ventana, pero el aire era fresco y agradable. (Un ingeniero especial estaba a cargo de su circulación y pureza). La mayor parte de la habitación estaba ocupada por una otomana baja, oscura, con una almohada con flores. Dos luces gemelas con pantallas rosa pálido iluminaban desde la pared.
En la otomana estaba reclinado un hombre cuya efigie había sido esculpida en piedra, pintada al aceite, a la acuarela, al
Yacía allí con los pies en alto, calzado con suaves botas caucasianas semejantes a medias gruesas. Llevaba chaqueta de servicio con cuatro grandes bolsillos, dos sobre el pecho, dos a los lados; una de las tantas chaquetas viejas que él Había usado durante la guerra civil y que cambió por el uniforme de mariscal solamente después de Stalingrado.
El nombre de este hombre llenaba los diarios del mundo, pregonado por millares de locutores en ciento de lenguajes, voceado por los oradores al comienzo y al final de los discursos, vociferado por las tiernas voces de los "pioneros" y proclamado obligatoriamente por arzobispos. El nombre de este hombre ardía en los labios resecos de los prisioneros de guerra, en las encías hinchadas de los reclusos de los campos de concentración. Se le había dado a multitud de ciudades y barrios, calles y boulevares, universidades, escuelas, sanatorios, cadenas de montañas, canales, fábricas, minas, estados y granjas colectivas, barcos, rompehielos, barcos pesqueros, talleres de zapateros, casas-cunas —un grupo de periodistas de Moscú había propuesto que se le diese también al Volga y a la Luna.
Y era solamente un pequeño viejo con un disecado doble mentón, (que nunca se mostraba en sus retratos), una boca a través de la cual se filtraba el olor de la hoja de tabaco turco, y dedos grasosos que dejaban su marca sobre los libros. No se había sentido demasiado bien ayer ni hoy. A pesar del aire tibio, sentía escalofríos en la espalda, y se cubría con una manta de pelo de camello.
No tenía prisa por ir a ninguna parte, y hojeaba con gran satisfacción un pequeño libro encuadernado en color marrón. Miraba las fotografías con interés y aquí y allí leía el texto, que casi conocía de memoria; pasaba y daba vuelta las páginas. El libro se prestaba a ello pues cabía en un bolsillo del sobretodo. Podía acompañar a la gente a todas partes. Tenía doscientas cincuenta páginas, impreso en grandes letras, de tal manera, que aun una persona vieja y a medias letrada pudiese leer sin esfuerzo. Su título estaba impreso en oro:
Las honestas y elementales palabras del libro actuaban sobre el corazón humano con serenidad inevitable: Su genio estratégico, su videncia genial. Su poderosa voluntad. Su voluntad de acero. Desde 1918 en que llegó prácticamente a convertirse en reemplazante de Lenin. (Si, si, de tal manera habían sucedido las cosas). El jefe de la revolución encontró en el frente de batalla confusión e incertidumbre. Las indicaciones de Stalin formaron la base del plan operativo "Frunse"... (cierto, cierto) Fue nuestra gran suerte que en los días difíciles de la Guerra Patria hubiésemos sido comandados por la sabiduría de un líder experimentado —El Gran Stalin— (No cabe duda de que fuimos afortunados). Todo se hizo pedazos contra el poder de la lógica de Stalin, la claridad de cristal de su mente. (Sin falsa modestia, esto era la verdad). Su amor por el pueblo. Su sensibilidad para los otros. Su rechazo a toda pomposidad. Su sorprendente modestia. (Modestia —si— también esto era verdad). Muy bien. Dicen que este librito se vende muy bien. Se habían impreso cinco millones de ejemplares de esta segunda edición, algo poco para este país muy poblado. La tercera edición sería de diez millones, quizá de veinte. Se vendería directamente en las fábricas, escuelas, granjas colectivas.
Sintió algo de náuseas, puso el libro a un lado, tomó una fruta pelada de
Se dio cuenta, pero tuvo miedo de admitirlo, que su salud empeoraba y empeoraba cada mes. Tenía lagunas en la memoria. La náusea lo atormentaba constantemente. No sentía un dolor fijo, pero horas de debilidad desagradable lo ataban a su cama. Ni siquiera el sueño ayudaba; se despertaba apenas refrescaba y casi exhausto, con la misma presión en la cabeza, que cuando estaba recostado, sin deseos de moverse.