Pryanchikov, como atraído por un imán, se detuvo delante de él. Se acercó mucho y examinó con satisfacción su cara limpia y fresca. Ajustó su corbata y el cuello de su camisa azul. Luego comenzó a retroceder despacio, los ojos fijos sobre el mismo en face, luego de tres cuartos, luego de perfil. Después de esto, hizo un paso de baile, se acercó al espejo otra vez y se estudió muy detalladamente. Decidiendo que a pesar de su
El hombre que podía poner a cualquiera de la mitad del mundo preso, el omnipotente ministro delante del cual, generales y mariscales empalidecían, estaba mirando ahora con curiosidad ese mequetrefe zek azul. Hacía mucho tiempo que no veía de cerca los millones de gente que arrestaba y sentenciaba.
Con el andar de un dandy que pasea, Pryanchikov se acercó al ministro mirándolo interrogativamente, como si no hubiese esperado encontrarlo allí.
—¿Usted es el ingeniero Pryanchikov? — dijo Abakumov buceando entre sus papeles.
—Sí —contestó Valentín distraídamente—, sí.
—¿Usted es el ingeniero principal del grupo? — y otra vez miró entre sus notas— ¿trabajando en un aparato de palabra artificial?
—¿Qué aparato de palabra artificial? — se extrañó Pryanchikov—. ¡Qué disparate! — nadie en nuestro trabajo lo llama así. Le dieron ese nombre en la lucha contra la adulación a las culturas extranjeras. En lugar de Voice in Code lo llamamos el "vo-en-cla."
—¿Pero usted es el ingeniero principal?
—En general sí. ¿Por qué? — Pryanchikov de repente se puso en guardia.
—Siéntese.
Pryanchikov se sentó con gusto, levantándose los apretados pantalones de su
—Quiero que usted hable con absoluta franqueza, sin miedo de meterse en un lío con sus superiores. — ¿Cuándo va estar listo el voencla? Hable francamente. ¿Estará listo dentro de un mes? ¿tal vez dos? Dígame, no tenga miedo.
—¿El voencla?, ¿listo? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Pryanchikov se desternillaba con una risa joven y sonora que nunca se había oído antes en ese ambiente. Se dejó caer contra el cuero blando del sillón y levantó las manos. — ¿Qué está diciendo? ¿En qué está pensando? Es obvio que usted no comprenda lo que es un "voencla". ¡Se lo voy a explicar!
Saltó de golpe del elástico sillón y se precipitó hacia el escritorio de Abakumov.
—¿Tiene un papel? Sí, aquí hay uno —arrancó una hoja de un limpio block, aferró la lapicera del ministro, color de carne roja, y comenzó rápida y torpemente a dibujar una onda sinusoide.
Abakumov no estaba asustado —había tanta sinceridad infantil y espontaneidad en la voz de este extraño ingeniero, y en todos sus movimientos, que sobrellevó este asalto mirando con curiosidad a Pryanchikov sin oír lo que decía.
—Debo decirle que una voz humana contiene muchas armonías —Pryanchikov casi se atora en su deseo urgente de decir todo lo más ligero posible. — Y la idea del "voencla" es de reproducir artificialmente la voz humana— ¡demonios! ¿Cómo puede escribir con esta lapicera de porquería? — reproducirla simulando, si no. todas, por lo menos las armonías básicas, cada una enviada por un trasmisor individual. Bueno, usted está al tanto, por supuesto, de las coordenadas cartesianas —cualquier colegial las conoce— y las series de Fourier.
—Un momento —dijo Abakumov controlándose—. Dígame solamente una cosa: ¿Cuándo va estar listo? ¿cuándo?
—¿Listo? Hum. — No he pensado mucho en eso. Ahora a Pryanchikov ya no le sacudían más sus impresiones de la capital nocturna sino su entusiasmo por su adorado trabajo y una vez más le era difícil detenerse. "La cosa es así; el problema se facilita si queremos hacer más grueso el timbre de la voz. En ese caso, el número de unidades."
—Sí, pero ¿para qué fecha? ¿Qué fecha? ¿El primero de marzo? ¿el primero de abril?
—¡Qué ocurrencia! ¿Abril? Sin contar el trabajo de criptografía, estaremos listos en, digamos... cuatro, cinco meses, no antes. ¿Y qué efecto tendrá el cifrar y el descifrar de los impulsos? Después de todo, eso introduce más distorsiones. Bueno, no tratemos de adivinar —insistía a Abakumov, tirándole de la manga. Le voy a explicar todo, ahora usted va a comprender y estar de acuerdo; por el interés del trabajo en sí, no se lo debería apurar.
Pero Abakumov, con su mirada fija en las líneas, sin sentido, ondulantes del diagrama, ya había apretado el timbre en el escritorio.
El mismo atildado teniente coronel apareció e invitó a Pryanchikov a retirarse.