Preocupado por la salud del Amo, observó a Stalin echado y cubierto a medias por la manta de pelo de camello, pero no le preguntó directamente por su salud (Se pretendía que era excelente). Dijo reposadamente: —Los Sarionich, Abakumov estará aquí a las dos y media. ¿Lo quiere recibir? ¿O no?
Iosif Vissarionovich desabotonó su bolsillo y sacó su reloj con cadena. (Como la gente antigua de pueblo, no usaba reloj pulsera).
No eran todavía las dos de la mañana.
No se sentía con ánimo como para cambiarse de ropa e ir a su oficina. Pero tampoco podía relajar la disciplina. Si aflojaba las riendas por poco que fuera, ellos se darían cuenta inmediatamente.
—Veremos, — contestó débilmente y con desgano—. No sé.
—Bien, dejémoslo venir. ¡Puede esperar! — dijo Poskrebyshev y asintió tres veces más. (Enfatizando su aparente puerilidad afirmaba su posición.) Después echó una nueva ojeada sobre su Amo con más atención—. ¿Qué ordena usted, los Sarionich?
Stalin miró con tristeza a aquella criatura, que ¡ay de él! no podía ser un amigo tampoco, a causa de su evidente obsecuencia.
—Veté ahora, Sashka, — le dijo entre los bigotes.
Poskrebyshev asintió una vez más, sacó su cabeza y cerró la puerta con cuidado.
Iosif Vissarionovich colocó el pestillo de control remoto en su lugar y, recogiendo la manta en torno de él, se volvió del otro lado.
Entonces vio en la mesa baja junto a la otomana, un libro en una edición barata con tapa en rojo y negro.
Inmediatamente recordó lo que tenía escondido dentro del pecho, lo que lo quemaba, lo que le había echado a perder su cumpleaños: la persona que interfería todavía y que no podía ser abatida —¡Tito, Tito!
¿Qué había sucedido? ¿Cómo había podido equivocarse con esa alma de escorpión? ¡Los años 1936 y 1937 habían sido tan gloriosos! ¡Tantas cabezas hasta entonces intocables habían caído y él había dejado escapar de sus manos a Tito!
Con un gruñido Stalin sacó la pierna fuera del lecho. Se sentó y se llevó las manos a su hirsuta, agrisada cabeza, donde podía verse el comienzo de la calvicie. Frustración, humillación de vejaciones pasadas se apoderaron de él. Como un héroe legendario. Stalin se había pasado toda su vida cortando las cabezas siempre crecientes de la hidra. Había dado cuenta de una montaña de enemigos durante su vida. Y tropezó en una raíz.
Iosif había tropezado en Iosif.
Kerensky, que todavía vivía en alguna parte, no molestaba a Stalin en lo más mínimo. Por otra parte por lo que hacía a Stalin, Nicolás II o Kolcha podían volver de sus tumbas —no sentía ninguna enemistad personal contra ellos— eran abiertamente sus enemigos, no andaban dando vueltas en torno para ofrecer ningún socialismo propio, nuevo y mejor.
¿Un socialismo mejor? ¿De otra manera que el de Stalin? ¡Moco de pavo! ¿Quién podía construir un socialismo
No era cuestión de que Tito tuviese éxito. Nada podía salir de lo que estaba haciendo de cualquier manera. Stalin miraba a Tito del modo con que un viejo médico de campaña, que ha destripado incontables estómagos, cortado innumerables miembros, en grutas sin chimeneas a en planchas a lo largo de corredores, mira al pequeño médico interno con guardapolvo blanco.
Las obras compiladas de Lenin habían sido cambiadas tres veces y aquella del fundador dos. Hacía mucho que dormían todos los que habían disentido, mencionados en viejas notas al pie, los que habían pensado en construir un socialismo de
Entonces y allí, Stalin se dio cuenta que su corazón golpeaba más ligero, que su vista había disminuido, que sentía desagradables espasmos en su cuerpo.
El ritmo de su respiración se alteró. Se frotó la cara y se tiró de los bigotes. No podía rendirse. Si lo hacía, Tito le arrebataría toda paz, lo que le quedaba de apetito, su último sueño.
Cuando sus ojos se despejaron, una vez más se dio cuenta del libro rojo y negro. El libro no tenía la culpa; Stalin lo alcanzó con satisfacción, colocó la almohada detrás de su cuerpo y se reclinó a medias de nuevo.
Era una copia de la edición multimillonaria preparada en diez idiomas europeos de