De este modo había trascurrido el ilustre cumpleaños, pero no había habido sentimiento de plenitud en la celebración.
Algo dentro del pecho turbaba a Stalin, algo qué tenía que ver con el Museo, sin que pudiera aclarar qué era.
El pueblo lo amaba, era verdad, pero el pueblo mismo tenía muchos defectos. ¿Cómo podía corregirse esto? ¡Cuánto más rápido hubiera podido ser construido el comunismo de no ser por, los desalmados burócratas! ¡De los dignatarios presuntuosos...! De no ser la debilidad en la organización de adoctrinamiento de las masas. Por la "marcha a la deriva" en la educación del Partido. Por el ritmo flojo de la construcción, las demoras en la producción, la mala calidad de los productos de fabricación masiva, los malos planeamientos, la apatía por la introducción de nuevas técnicas y equipos, el rechazo de la gente joven a iniciarse en las áreas distantes, las pérdidas de granos en el campo, el desperdicio de los aprovisionamientos, los robos en los almacenes balanceados por los encargados, los sabotajes de los prisioneros, la liberalidad de la policía, el abuso en la caja de construcción, la insolencia de los especuladores, los rezongos de las amas de casa, la corrupción de los niños, la charlatanería en los tranvías, la estrechez de criterio en la "crítica" literaria, las tendencias retorcidas en la cinematografía.
No, el pueblo era todavía demasiado deficiente.
¿Qué lo había hecho retroceder en el 41? ¡Al fin de cuentas, se le había ordenado mantenerse hasta morir! ¿Por qué no lo hizo? ¿Quién retrocedió entonces si no fue el pueblo?
Al recordar 1941, Stalin no podía evitar hacer memoria de su propia debilidad, su rápida e innecesaria salida de Moscú en octubre. No había huido, desde luego. Porque al partir dejó hombres responsables, dándoles orden absoluta de defender la capital hasta la última gota de sangre. Desgraciadamente aquellos verdaderos camaradas fallaron, y él mismo debió regresar de nuevo, a defender la capital por sí mismo.
Por lo tanto, envió a prisión a cada uno de los que se acordaban del pánico del 16 de octubre. Pero se castigó él también, además, firme en el desfile de la parada militar de noviembre.
Aquel momento de su vida fue como cuando cayó en un pozo de hielo durante su exilio en Turukhanask: hielo y desesperación, pero una vez fuera, hielo y desesperación se habían convertido en fuerza. No era una broma realizar un desfile militar con el enemigo a las puertas.
¿Pero era fácil acaso ser el Más Grande entre los Grandes?
Exhausto por la inacción, involuntariamente Stalin caía en pensamientos depresivos. No prestaba la menor atención a nada en ese particular momento.
Cerró los ojos, y quedó tendido, en tanto que recuerdos inconexos de su vida pasada le volvían a la cabeza. Por alguna razón ignorada, además, no era los buenos sino los malos y deprimentes. Si se acordaba de su lugar de nacimiento, Gori, no eran las hermosas colinas verdes ni las orillas del Medzhuda y del Liakhva, sino lo que había odiado allí, lo que le había impedido regresar, así fuera por una hora siquiera al hogar. Si volvía su pensamiento a 1917, era para recordar cómo apareció Lenin con sus tercas doctrinas, y volver a oír lo que había sucedido, su risa cuando Stalin le propuso formar un partido legal para vivir en paz con el gobierno Provisional. Más de una vez se habían reído de él, pero ¿por qué era la práctica de siempre descargar todo cuanto era difícil y receloso sobre él? Se reían de él pero el 6 de julio fue a él y no a otro, a quien enviaron del palacio de Kshesinskaya a la Fortaleza de Petropavlovsk para que convenciera a los marineros a que rindieran la fortaleza a Kerensky y se retiraran a Kronstad Grisha Zanoviev habría sido apedreado por aquéllos. Había que saber cómo hablar al pueblo ruso. Recordaba 1920, de nuevo, cómo Tuthachevsky, apretando los labios había gritado que era por culpa de Stalin que no se había tomado Warsaw. Pronto dejó de gritar el mocoso...
Nunca en su vida las cosas habían sido fáciles. Nunca había podido trabajar porque siempre le habían salido gentes que lo interfirieron.
Cuando alguien era quitado de en medio, otro venía a tomar su lugar.
Oyó cuatro débiles golpes en la puerta, ni siquiera golpes, apenas un suave roce, como si un perro la rasguñara.
Stalin movió el pestillo junto a su cama, el control remoto de la cerradura giró y la puerta sin cortinas se abrió apenas. Carecía de cortina pues Stalin no gustaba de cortinados, tapicerías, ni de nada donde alguien pudiera esconderse. Se abrió lo suficiente, sin embargo, como para dejar pasar un perro; pero en lugar de éste, en la parte superior apareció la joven cabeza rapada de Poskrebyshev, con su permanente expresión de honesta devoción y de absoluta complicidad.