Читаем En el primer cí­rculo полностью

El guardia de ojos oblicuos asintió con la cabeza y cerró la puerta sin ruido. Sus pasos eran inaudibles sobre la alfombra de arpillera. Cuando volvió apenas movió la llave, y quedó en el umbral con una taza de agua en las manos. La jarra, como la del primer piso, tenía el dibujo de un gato, pero sin anteojos, ni libro, ni pajarito.

"Bebió el agua con placer. Entre sorbos miraba al guardia, que sin irse cerró la puerta un poco, todo lo que permitían sus hombros y, contra todos los reglamentos, guiñó un ojo y preguntó despacio:

—¿Quién eras tú?

¡Qué extraño parecía escuchar la palabra de un ser humano por primera vez en toda la noche! Atónito por el tono vivaz de la pregunta, que el murmullo furtivo no disimulaba, y fascinado por el implacable, aunque no deliberado "eras", entró en la conspiración que se le ofrecía y le dijo con un hilo de voz:

—Diplomático, consejero del estado. El guardia movió la cabeza con simpatía y contestó: —Y yo era marinero en la flota del Báltico —agregando más lentamente—: ¿Por qué estás aquí?

—No lo sé-respondió Innokenty ya desconfiado—. Por nada especial. Otra vez el guardia movió la cabeza con simpatía.

—Todos dicen eso al principio —declaró y añadió con expresión indecente-

—¿No quieres...?

—Ahora no —contestó con la ceguera de un novato, sin saber que la oferta era el máximo favor que un guardia podía conceder, y uno de los privilegios más grandes sobre la tierra, inalcanzable para los prisioneros, salvo a horas fijas.

Tras la fructífera conversación, la puerta se cerró y volvió a estirarse el banco, luchando contra la presión de la luz sobre sus indefensos párpados. Trató de taparse los ojos con la mano, pero se le durmió. Podía haber doblado el pañuelo tapándose los ojos con él, pero ¿dónde estaba su pañuelo? ¡Por qué no lo habría levantado del suelo; qué estúpido había sido anoche!

Nimiedades: un pañuelo, una caja de fósforos vacía, un trozo de hiló grueso, un botón de plástico; —son los tesoros más queridos del prisionero. Siempre llega un momento en que alguno de ellos es indispensable y salva la situación.

La puerta se abrió de golpe. El guardia de ojos oblicuos le encajó en los brazos un colchón a rayas rojas, ¡Qué milagro! La Lubianka no sólo no impedía dormir a los prisioneros, sino que se ocupaba de su comodidad. Dentro del colchón venían enrolladas una almohadita de plumas, su funda y sábana todo marcado "Prisión Interna"— y una manta gris.

¡Sublime alegría: ahora iba a dormir! Sus primeras impresiones de la prisión habían sido demasiado lúgubres. Con anticipación de placer, colocó por primera vez en su vida la funda sobre la almohada con sus propias manos y estiró la sábana; el colchón sobrepasaba un poco el bordé del banco y quedaba colgando. Se desvistió, se acostó y se cubrió los ojos con la manga de la túnica: ahora la luz no lo molestaba para nada. Empezó a caer en un sueño profundo, muy profundo, aquel llamado abrazo de Morfeo.

Pero la puerta se abrió estruendosamente y el guardia dijo:

—Sáquelas de debajo de la frazada.

—¿Qué dice? — gritó casi llorando—. ¿Por qué me despertó? Me costó tanto dormirme.

—Saque las manos —repitió el otro, frío—.Las manos tienen que estar a la vista.

Obedeció. Pero no era tan sencillo volver a dormirse con las manos sobre la manta. La regla era diabólica. El hábito humano, natural, profundo y que nadie nota, es esconder las manos cuando se duerme, tenerlas contra el cuerpo.

Estuvo dando vueltas mucho tiempo, adaptándose a una humillación más. Pero al final empezó a ganarlo el sueño. La dulce droga de la inconsciencia empezaba a invadirlo.

De repente percibió un ruido en el vestíbulo, que se acercaba más y más. Golpeaban las puertas. Repetían algo muchas veces. Ya estaban al lado. Ya se abría su puerta.

—¡A despertar! — rugió inexorable el marinero del Báltico.

—¿Cómo, por qué? — rugió Innokenty—. No he dormido en toda la noche.

—¡A las seis hay que despertarse! — dijo y siguió su camino. En ese instante necesitaba dormir con más intensidad que nunca; Volvió a acostarse y de inmediato quedó profundamente dormido, pero casi en seguida el guardia de ojos oblicuos abrió la puerta de golpe y repitió:

—¡Levantarse, levantarse! Arrolle el colchón.

Se incorporó en un codo y miró vagamente a su verdugo, qué una hora antes le había parecido un ser humano.

—¿No entiende que no he dormido?

—No sé nada de eso.

—¿Qué hago si doblo el colchón y me levanto?

—Nada. Se sienta.

Pero por qué?

—Porque son las seis de la mañana, ya le dije.

—Dormiré sentado.

—De día no; yo lo despertaré.

Se tomó la cabeza en las manos y se meció. Un rastro de piedad

pareció reflejarse en la cara del otro.

—¿Le gustaría lavarse?

—Bueno... yo... si —dijo, cambiándole idea y buscando su ropa.

—Manos a la espalda, muévase.

El lavatorio estaba a la vuelta. Ya sin esperanza alguna de dormir en las próximas horas, se quitó la camisa y se lavó con agua fría hasta la cintura, salpicando sin consideración el piso de cemento del lavatorio grande y frío; la puerta estaba cerrada y el guardia no lo molestó.

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