Читаем En el primer cí­rculo полностью

No había escapatoria; Innokenty se dejó caer sobre el banquillo; el gas lo ahogaba.

PARA SIEMPRE

De repente y en silencio —aunque se había cerrado con estrépito— la puerta se abrió.

El guardia carilargo entró por el estrecho umbral. Una vez adentro preguntó con voz baja y amenazadora:

—¿Por qué golpea?

Innokenty se sintió aliviado. Si el guardia no tenía miedo de entrar, es que todavía no había gas.

—Me siento enfermo —dijo, inseguro—. Déme un poco de agua.

—Recuerde esto: no debe golpear, por ninguna razón —le advirtió el otro, severo— Si no lo castigarán.

—¿Pero si me siento enfermo, si tengo que llamar a alguien?

—Y no grite. Si tiene que llamar a alguien —explicó con la misma impavidez— espere a que se abra la mirilla y levante un dedo.

Salió y cerró con llave. La máquina funcionó un poco y se paró. La puerta se abrió, esta vez con ruido. Empezó a comprender que los guardias abrían de ésas dos maneras, según lo pidiese la ocasión.

El guardia le alcanzó una taza con agua.

—Escuche —le dijo mientras la tomaba—. Me siento enfermo. Tengo que acostarme.

—Eso no se permite en un "box".

—¿Dónde, en un qué? — quería hablar con alguien, incluso con esta cara de madera, pero ya no había nadie.

—¡Escuche, llame al jefe de la cárcel! ¿Por qué me arrestaron? — se acordó de preguntar en ese momento.

El cerrojo sonó.

Había dicho: en un "box". Esa palabra inglesa significaba "caja": una descripción exacta de la minúscula celda.

Bebió un poco de agua y en seguida dejó de querer beber más Era una taza no muy grande, de esmalte verde y con un dibujo curioso: un gato con anteojos fingía leer un libro, pero miraba de reojo a un pajarito que, audaz, saltaba cerca. Aunque no había sido elegida para usar en la Lubianka, la decoración resultaba muy apropiada.

El librito era la ley escrita, y el minúsculo gorrión, seguro, de sí mismo, era Innokenty... ayer.

Hasta sonrió, y esa misma sonrisa forzada le descubrió en toda su extensión la abismal catástrofe. Pero esa sonrisa también contenía una extraña especie de júbilo: el júbilo de sentir que todavía le quedaba una vibración de vida. Nunca hubiera creído que nadie pudiera sonreír durante su primera media hora en la Lubianka.

(En el "box" contiguo, Schevronok estaba peor que él: en ese momento no podría haberse sonreído del gato).

Innokenty movió su abrigo sobre la mesita y puso la taza al lado.

El cerrojo se movió. La puerta se abrió. Entró un teniente con un papel en la mano. Detrás, la cara lúgubre del sargento.

Vestido con su uniforme gris de diplomático, bordado con palmas doradas, Innokenty se levantó con desenvoltura hacia su encuentro.

—Vea, teniente —dijo con tono familiar—: ¿de qué se trata, qué malentendido hay aquí? Quiero ver ésa orden. Ni la leí.

—¿Apellido? — preguntó el teniente, sin inflexión y mirándolo con ojos de vidrio.

—Volodin —contestó dispuesto a aclarar la situación.

—¿Nombre y patronímico?

—Innokenty Artemievich.

—¿Año de nacimiento? — verificaba las respuestas en la hoja de papel.

—Mil novecientos diecinueve.

—¿Lugar de nacimiento?

—Leningrado.

Llegado el momento de aclarar las cosas, cuando el consejero de segunda clase esperaba una explicación, el teniente salió y le cerraron la puerta al consejero en las narices.

Volvió a sentarse, cerrando los ojos. Empezaba a sentir el inmenso poder del sistema, cuyas mandíbulas mecánicas se cerraban sobre él.

La máquina zumbó y se calló, detrás de la pared.

Pensó en varias cosas que debía hacer, importantes o no; hace una hora eran tan urgentes que todavía quería correr para hacerlas.

Pero en el "box" no había lugar para dar un paso completo, así que correr.

La tapa de la mirilla se movió. Levantó un dedo. La vieja de charreteras celestes, de cara estúpida y pesada, abrió la puerta.

—Tengo que.

—Manos a la espalda, muévase! — le ordenó; obedeciéndola pasó al corredor; comparado con el "box", era un paraíso de frescura. Unos pasos más allá la mujer le indicó una puerta con la cabeza—. Allí. Entró. La puerta se cerró. Salvo el agujero en el piso y los orinales de hierro, el piso y paredes del cuartito estaban cubiertos de tejas rojizas. En el agujero corría el agua.

Contento de escapar por lo menos aquí a la constante vigilancia, se puso en cuclillas, pero algo rozó el otro lado de la puerta. Alzó la vista y vio la mirilla cónica y el ojo implacable observándolo sin interrupción. Muy molesto, se levantó. Ni siquiera había levantado el dedo para indicar que había terminado, cuando la puerta se abrió.

—¡Manos a la espalda, muévase! — dijo la mujer, imperturbable.

De vuelta en el "box" quiso saber la hora y sin pensar levantó el puño de la camisa, pero el tiempo no estaba más.

Suspiró y empezó a estudiar al gato de la taza, pero no pudo llegar a la meditación. La puerta se abrió. Un nuevo personaje, hombre de grandes facciones y anchos hombros, con guardapolvo gris sobre camisa militar, preguntó:

—¿Apellido?

—¡Ya lo dije! — gritó indignado.

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