Читаем En el primer cí­rculo полностью

Innokenty se encogió de hombros, tomó el papel disgustado y empezó a leer descuidado, casi para sí:.

—Yo, Fiscal Asistente General de la U.R.S.S., confirmo...

Como todavía seguía en el mundo de sus pensamientos, no comprendía qué le sucedía al mecánico. ¿Era analfabeto, no entendía lo que leía o estaba borracho y quería conversar de hombre a hombre?

—...orden de arresto —leyó, todavía sin comprender— de Volodin Innokenty Artemievich, nacido en 1919...

Y sólo entonces sintió como si una enorme aguja le traspasara todo su cuerpo a lo largo y un calor abrasara todo su cuerpo, abrió la boca pero ningún sonido salió de ella. Las manos, sin soltar el papel verde, cayeron en su regazo, y el "mecánico" le agarró el hombro cerca de la nuca y tronó amenazadoramente:

—¡Bueno, tranquilo, tranquilo, no se mueva o lo ahogo aquí mismo! Cegó a Innokenty con la linterna y le arrojó humo a la cara.

Aunque acababa de leer que estaba arrestado, y aunque eso significaba la destrucción y fin de su vida, lo que ahora no podía soportar era la insolencia, las garras, el humo y la luz en la cara.

—¡Suélteme! — gritó, tratando en vano de separar los dedos de su hombro. Ahora ya comprendía que se trataba de una auténtica orden de arresto, pero seguía pensando que si lograba vencer la circunstancia adversa de encontrarse en ese auto, junto a este "mecánico", si conseguía huir y llegar a su jefe en el ministerio, el arresto quedaría anulado.

Movió temblando la perilla de la puerta a la izquierda, pero tampoco se abrió; otra cerradura trabada.

—¡Chófer!-exclamó enojado—. ¡Usted va a responder por esto! ¿Qué provocación es ésta?,-gritó enojado.

—Yo sirvo a la Unión Soviética, Consejero —saltó agresivo el chófer.

Obedeciendo las reglas de tránsito, el auto dio toda la vuelta a la bien iluminada Plaza Lubianka, como en una despedida de Innokenty al mundo que dejaba, una ultima mirada a las Lubiankas nueva y vieja, de cinco pisos, donde su vida debía terminar.

Filas de automóviles se detenían y volvían a andar sujetos a las luces. Trolebuses oscilaban a un lado y otro. Ómnibus tocaban bocinas. Pasaba gente en densos grupos, ignorantes de la víctima arrastrada que iba a su fin ante sus ojos.

Una bandera roja iluminada por un reflector oculto, flameaba en un hueco de la torre con pilares que coronaba el viejo edificio de la Lubianka. Dos náyades de piedra, semi-acostadas, miraban con desprecio a los minúsculos ciudadanos. El auto pasó por la fachada del mundialmente famoso edificio y entró en la Gran Calle Lubianka. ¡Déjeme! — dijo Innokenty tratando de librarse del "mecánico" otra vez.

Al acercarse el auto se abrieron portones de hierro negro y en cuanto pasó volvieron a cerrarse; el vehículo cruzó bajo un arco negro y se detuvo en un patio.

—Al pasar el arco, el "mecánico" aflojó. En el patio lo dejó libre del todo, abrió la puerta de su lado y dijo sin énfasis:

—Vamos, afuera.

Nadie podía pensar ahora que estaba borracho. El chófer también salió; ahora la cerradura de su puerta funcionaba bien otra vez.

—¡Fuera! ¡Manos a la espalda! — ordenó. ¿Quién hubiera reconocido al reciente bromista en esa frígida orden?

Innokenty salió por la puerta de la derecha del auto-trampa, se enderezó y obedeció, sin saber por qué: puso las manos a la espalda.

Lo habían tratado mal, pero ser arrestado no resultaba tan terrible como se lo imaginara mientras esperaba que sucediera. Incluso sentía cierto alivio. Ya no quedaba nada que temer, nada que pelear, nada que fingir. Sí, un alivio soñoliento y agradable como el que invade el cuerpo de un soldado herido.

Echó un vistazo al patiecito, mal iluminado por una o dos lámparas y alguna ventana con luz. Era el fondo de un pozo, rodeado de paredes.

—¡No darse vuelta!-gritó el chófer—. ¡Marche!

Siguieron en fila, Innokenty al medio; pasaron frente a hombres impasibles de uniforme, luego un arco bajo, unos escalones a otro patio pequeño, oscuro y techado, y doblaron a la izquierda. El chófer abrió una puerta bastante elegante, como la del salón de espera de un doctor eminente. Al otro lado había un vestíbulo chico y limpio, inundado de luz eléctrica. El piso muy pulido y parejo, atravesado por un camino de alfombra en toda su longitud.

El chófer chasqueó la lengua como llamando a un perro, pero no sé veía ninguno.

El vestíbulo terminaba en una puerta de vidrio, con cortinas desteñidas al otro lado. La puerta estaba reforzada con rejas diagonales, como las verjas cercanas a estaciones de ferrocarril. En la puerta no se leía el nombre de un doctor sino las palabras: RECEPCIÓN DE ARRESTADOS.

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