¿Quién estaría de guardia esta noche? Shusterman, sin duda. Y por la mañana el teniente primero.
Simochka se doblaba sobre el amplificador, sacaba tubos de su lugar y volvía á colocarlos, sin saber lo que hacía. Nunca había entendido nada de este amplificador y ahora entendía todavía menos.
La mente de Nerzhin necesitaba actividad, movimiento. Todas las mañanas anotaba los programas de radio en un trocito de papel que colocaba bajo el tintero. Ahora leyó:
Lo que significaba canciones y baladas rusas interpretadas por Obujova. ¡Un acontecimiento poco frecuente! Y a una hora sin canciones, de Padres, de Conductores más sensibles, de los Hombres más sensibles...
A su izquierda y a su alcance había una radio con el dial limitado a los tres programas de Moscú, regalo de Valentulia. ¿La encendería? El concierto ya había empezado. A fines de este siglo Obujova sería recordada como ahora se recuerda a Chaliapin. Y somos sus contemporáneos. Miró de reojo a la muchacha inmóvil y con un movimiento furtivo conectó el aparato en el mínimo de volumen.
En cuanto las lámparas se calentaron, se escuchó música en instrumentos de cuerdas y luego la voz grave y apasionada de Obujova inundó el cuarto:
¡Tenía que ser esa canción... como adrede! Buscó la perilla para apagar la radio sin ser notado. Simochka tembló y miró atónita el aparato.
Las inimitables notas graves de Obujova temblaron ardientes.
—No lo apague —dijo ella de repente—. Ponga más fuerte.
Obujova cantaba
Nerzhin hubiera dado cualquier cosa por no aumentar el volumen, pero no lo disminuyó a tiempo. ¡Qué cosa más patética! ¿Qué ley de probabilidades hizo que esas palabras salieran de la radio en esa ocasión?
Simochka descansó las manos en el amplificador y mirando la radio empezó a llorar otra vez, con llanto fácil y abundante, sin sollozar ni temblar.
Cuando la canción terminó, Nerzhin aumentó el volumen. Pero la siguiente no era mejor:
Y Simochka lloraba. Ese era el castigo de Nerzhin: tenía que oír a Obujova cantar todos los reproches no expresados por Simochka. Cuando la canción terminó, la voz fatídica, misteriosa, regresó una vez más, ensañándose en la herida abierta:
—Perdóname —dijo Gleb, deshecho.
—Ya me pasará —respondió ella tratando de sonreír, pero sin dejar de llorar.
Era extraño: el canto de Obujova los iba aliviando. Diez minutos antes estaban tan separados que ni siquiera podían decirse adiós. Ahora los acompañaba algo suave y balsámico.
En ese momento Simochka se presentaba a la vista, de tal modo, con la luz brillando sobre ella, que —como toda mujer en algún instante— parecía bonita de veras.
Nueve hombres de cada diez se hubieran burlado de él por renunciar... después de tantos años de privaciones. ¿Quién podía obligarlo después a casarse con ella? ¿Qué podía impedirle seducirla ahora, mismo?
Pero se sentía feliz de no haberlo hecho. Estaba conmovido... como si la gran decisión fuera de otro.
Obujova seguía cantando, atormentando el corazón:
¡Nada tenía que ver la ley de probabilidades! Era que todas las canciones —hace mil años, hace cien años, o dentro de trescientos— giraban y girarían siempre alrededor de lo mismo. Las despedidas necesitan canciones. ¡Los encuentros no las necesitan; hay cosas mejores para hacer!
Se levantó, se acercó a ella y, sin pensar en el centinela, le tomó la cabeza con las manos, se inclinó y le besó la frente.
El minutero dio otro salto.
—¡ A lavarte la cara, querida! En seguida llegarán los prisioneros. Ella se sobresaltó y miró su reloj. Luego alzó las cejas leves, como si acabara de comprender por primera vez lo ocurrido, y obedeció triste, encaminándose a la pileta del rincón.
Otra vez Nerzhin apretó la frente contra el vidrio y trató de ver algo en la oscuridad de la noche. Y, como ocurre a menudo cuando uno mira largo rato luces diseminadas en el cielo nocturno, pensando en sus cosas, ya no vio las luces suburbanas de Moscú sino significados y formas que nada tenían que ver con ellas.
ABANDONAD TODA ESPERANZA LOS QUE AQUÍ ENTRÁIS