Entre tanto en el patio salía de una entrevista con Mushin, el doctor de ciencias químicas, Orobintsev, que era un hombre pequeño con anteojos, llevando el hermoso abrigo y gorro de piel que usaba cuando era libre, porque no había sido llevado a una prisión de tránsito, y aún no le habían quitado sus pertenencias—; había reunido a su alrededor otros ingenuos como él, incluyendo el diseñador calvo, y estaba acordándole una entrevista. Es bien sabido que una persona cree, en general, sólo lo que quiere creer. Aquellos zeks que querían creer que la lista de parientes que recién habían elevado no era una denuncia sino una medida inteligente y reguladora, se apiñaban ahora alrededor de Orobintsev. Éste acababa de entregar su lista, prolijamente dividida en columnas. Había hablado en persona con el Mayor Myshin y ahora estaba repitiendo con autoridad las explicaciones del oficial de seguridad: dónde debían ponerse los nombres de los niños menores, y qué hacer si el padre de uno no es su verdadero padre. Sólo una vez el Mayor Myshin molestó a Orobintsev ultrajando sus buenos modales. Éste había dicho que no recordaba el lugar del nacimiento de su esposa y Myshin abrió la boca grande y comenzó a reír. "¿Qué significa eso de que no lo recuerda? ¿La encontró en un prostíbulo?"
Ahora las confiadas ovejas estaban escuchando a Orobintsev. Otro grupo permanecía al reparo de tres troncos de tilos, mientras Adamson les hablaba.
Adamson,— después de una comida suculenta, fumaba perezosamente e informaba a su auditorio que todas esas restricciones relativas a la correspondencia no eran nuevas, que las cosas hasta habían sido peores y que esta prohibición no duraría para siempre sino hasta que algún ministro o general fuera reemplazado, y que, en consecuencia, no debían desesperarse. Lo que tenían que hacer era demorar lo más posible en entregar sus listas y todo se arreglaría. Los ojos de Adamson eran grandes y rasgados y cuando se quitaba los anteojos la impresión de que contemplaba el mundo de los prisioneros con aburrimiento se hacía más evidente. Todo se repetía; el archipiélago de GULAG no podía sorprenderlo con nada nuevo, Adamson estaba recluido desde tanto tiempo que, al parecer, se había olvidado de sentir. Lo que a otros golpeaba como una tragedia él lo consideraba como una noticia sin importancia sobre asuntos de rutina.
Entre tanto los "cazadores", más numerosos que antes, habían atrapado a otro informante. Como jugando, habían sacado del bolsillo de Isaak Kagan una orden de pago de 147 rublos. Primero le preguntaron qué había recibido del "policía". Respondió que no había recibido nada, y que estaba sorprendido de que lo hubieran llamado por error. Cuando le sacaron la orden de pago por fuerza, Kagan no se sonrojó, no se apresuró a marcharse. Tomándolos de las ropas juró a todos sus atormentadores por turno, una y otra vez hasta cansarlos, que se trataba de un mal entendido, que les mostraría una carta de su esposa diciendo que no había tenido los tres rublos para pagar la orden de pago y tuvo que enviarle exactamente la cantidad de ciento cuarenta y siete rublos. Los urgió a que fueran con él en seguida al laboratorio de Batería; buscaría la carta y se las mostraría. Y luego, sacudiendo su hirsuta cabeza, sin advertir que su bufanda se le había resbalado del cuello y estaba arrastrándose por el piso, explicó en forma muy convincente por qué había negado al principio haber recibido una orden de pago. Kagan había nacido con una sorprendente tenacidad. Una vez que empezaba a hablar, era imposible separarse de él sin admitir que tenía razón y dejarlo a él sin decir la última palabra.
Khorobrov, su compañero de litera, que sabía que había sido hecho prisionero por rehusarse a informar, ya no podía encontrar fuerzas para seguir irritado con él. No dijo más que:
—¡Oh, Isaak, eres un cerdo, sólo un cerdo! Estando en libertad no aceptaste su oferta de miles de rublos, y ahora te unes a ellos sólo por unos centenares.
¿O sería que lo habían atemorizado amenazándolo con la perspectiva de un campo de concentración?
Pero Isaak Kagan, sin perder en lo más mínimo su ánimo, continuó explicando y hubiera terminado por convencerlos a todos si no hubieran atrapado a otro informante, esta vez un letón. La atención de todos se desvió y Kagan se marchó.
El segundo turno fue llamado a almorzar y el primero salió a caminar al patio. Nerzhin subió, la rampa. En seguida vio a Ruska Doronin, cerca del patio de ejercicios. Con una mirada triunfante Ruska estaba observando la "cacería" que él había organizado. Luego se volvió a mirar el sendero que conduce al patio de los empleados libres y más allá a la carretera donde Clara de servicio esa noche pronto bajaría del ómnibus.
—¿Y? — sonrió a Nerzhin e hizo señas con la cabeza en dirección a la, "cacería". ¿Ha sabido lo de Lyubimichev?
Nerzhin se le acercó y lo tomó ligeramente por los hombros.
—Tú deberías ser llevado en andas. Tengo miedo por ti.
—¡Oh! ¡Recién comienzo; espere y verá, esto no es nada!