Ruska salió de la oficina radiante; casi no podía reprimir el deseo de enarbolar la orden de pago por encima de su cabeza. Acercando las cabezas, todos inspeccionaban la orden de pago que la mística Klava Kudryvaseva atendiera a favor de Rostislav Doronin por la cantidad de 147 rublos.
Habiendo terminado el almuerzo, el superinformante, el rey de los espías, Arthur Siromakha, se unió al extremo de la fila del correo. Observó el círculo alrededor de Ruska con una mirada siniestra. Lo observó porque era un hábito suyo advertir todo, pero no advirtió todavía la importancia que tenía.
Ruska volvió a tomar su orden de pago, y como habían acordado antes, se apartó del grupo.
El tercero en ir a ver al "policía" fue un ingeniero electricista, un hombre de cuarenta años que había exasperado a Rubin la noche anterior en el "arca" cerrada con sus nuevos proyectos para el socialismo y que luego, infantilmente, se había enredado en una lucha de almohadas en las literas de arriba.
El cuarto en entrar, con un paso suave y ágil, fue Víctor Lyubimichiev, conocido como "un individuo cabal". Cuando sonreía mostraba los dientes grandes y parejos y se dirigía a todos los prisioneros, viejos o jóvenes, con el simpático saludo de "hermano". La pureza de su alma brillaba a través de esta simple manera de dirigirse a las personas.
El ingeniero electricista salió al umbral leyendo su carta. Profundamente absorbido, no advirtió el borde del escalón y bajó al lado sin que los "cazadores de informantes” se ocuparan de él. Sin chaqueta de abrigo ni gorra, bajo el viento que despeinaba sus cabellos, todavía era joven de todo lo sufrido. Leía la primera carta de su hija Ariadna, después de ocho años de separación. Cuando había partido en 1941 para el frente, donde fue hecho prisionero por los alemanes..., pasando de allí a una prisión soviética... era ella una niña rubia de seis años que se había abrazado a su cuello. Y cuando él y sus compañeros caminaban por las barracas de prisioneros de guerra, aplastando bajo sus pies una capa de piojos infectada de tifus, y cuando estuvo de pie en fila durante cuatro horas para lograr un cazo de avena, floja y mal oliente, se aferraba al recuerdo de la cabecita rubia de su amada Ariadna como si hubiera sido el hilo de la Ariadna cretense, y de alguna manera lo habilitara para sobrevivir todo aquello y volver. Pero cuando volvió a su patria, fue directamente a la prisión y no vio a su hija. Ella y su madre permanecieron en Chelyabinsk, adonde habían sido evacuadas. Y la madre de Ariadna, que aparentemente encontró otro hombre, no quiso durante mucho tiempo decirle a su hija que su padre todavía estaba vivo.
Con una cuidadosa letra inclinada de colegiala sin tachaduras ni correcciones, Ariadna había escrito:
¡Hola, querido papá!
No respondí porque, no sabía cómo empezar la carta ni qué escribir. Esto es disculpable, desde que no te he visto durante mucho tiempo y me había acostumbrado a que mi padre estuviera muerto. Hasta me parece extraño ahora, de pronto, tener un padre.
Me preguntas cómo me va. Me va como a todo el mundo. Puedes felicitarme. Ingresé al Komsomol. Me dices que te escriba diciendo lo que necesito; por supuesto, necesito muchas cosas. En este momento ahorro dinero para comprar botas y para hacerme hacer un tapado de primavera. ¡Papá! Me pides que vaya a verte. Pero, en verdad, ¿hay tanta prisa? Convendrás en que hacer un viaje tan largo para encontrarme contigo no sería muy placentero. Cuando puedas, vendrás tú. Te deseo éxito en tu trabajo. Por ahora, adiós. Te beso.
Ariadna,
P.S.: Papá, ¿viste la película
—¿Vamos a controlar a Lyubimichev?, — preguntó Khorobrov mientras esperaban a que saliera.
—¡Escucha, Terentich! ¡Lyubimichev es uno de los nuestros! respondieron.
Pero Khorobrov, con su aguda percepción, había sospechado algo equívoco en el hombre. Y Lyubimichev permaneció allí adentro con el "policía" mucho tiempo.