Víctor Lyubimichev tenía los ojos candidos de un ciervo. La naturaleza lo había dotado con el cuerpo ágil de un atleta, de un soldado, de un amante. De pronto la vida lo había arrebatado del estadium juvenil y arrojado a un campo de concentración en Bavaria. En esta congestionada trampa mortal, a la que el enemigo envió los soldados rusos y Stalin no permitió la entrada de la Cruz Roja, a este pequeño pozo de horror superpoblado, los únicos que sobrevivieron fueron aquellos que iban más lejos en el abandono de las ideas relativas al bien y las obligaciones de la conciencia; aquellos que, actuando como intérpretes, podían vender a sus compañeros; aquellos que, como guardias del campamento, podían golpear a sus paisanos en la cara con un garrote; aquellos que, como cortadores de pan y cocineros, podía comer el pan de otros que morían de hambre. Había otros dos caminos para sobrevivir: trabajar como sepultureros o como buscadores de oro; en otras palabras, limpiadores de letrinas. Los nazis daban un cazo extra de avena por abrir sepulturas y por limpiar letrinas. Dos hombres podían hacerse cargo de las letrinas, pero todos los días cincuenta hombres salían para cavar. Todos los días se cargaban doce carros con cadáveres que serían arrojados en los fosos. Pero en el verano de 1942 se aproximaba el turno de ser sepultados a los sepultureros.
Con todo el anhelo de su cuerpo joven, Víctor Lyubimichev deseaba vivir. Resolvió que si debía morir sería el último. Ya había aceptado convertirse en guardia cuando se le presentó una feliz oportunidad. Apareció en el campo un individuo con un tonillo nasal. Había sido oficial político en el Ejército Rojo, pero ahora instaba a los prisioneros a luchar contra los soviéticos. Se alistaron. Hasta los Komsomols. Afuera de los portones del campo había una cocina militar alemana, y los voluntarios llenaron sus estómagos al punto. Después de eso, Lyubimichev luchó en Francia como miembro de la legión Vlasov; dio caza a los luchadores de la resistencia en los Vosgos, y más tarde se defendió contra los aliados en el Muro del Atlántico. En 1945, durante la época de la gran "redada", se ingenió de alguna manera para abrirse paso a través de la red, llegó a su patria y se casó con una muchacha con los ojos tan brillantes y límpidos, y un cuerpo tan joven y flexible como el suyo. Pocas semanas después lo arrestaron y partió dejando a su mujer embarazada. Los rusos que habían luchado en el movimiento de resistencia en los Vosgos —antigua presa de Lyubimichev— estaban pasando por las mismas prisiones en el mismo tiempo. En Butyrskaya todos jugaban al dominó, mientras esperaban los paquetes que les enviaban de sus casas, y los rusos de la "resistencia" y Lyubimichev recordaban juntos los días de las batallas en Francia. Luego todos ellos, indiscriminadamente, recibieron una sentencia de diez años. De esta, manera, toda su vida, Lyubimichev tuvo la oportunidad de aprender que nadie había tenido o podría tener algunas "convicciones" incluyendo, por supuesto, sus jueces.
Sin despertar sospechas, con los ojos llenos de inocencia, sosteniendo un pedazo de papel que parecía una orden de pago, Víctor no hizo esfuerzo alguno para eludir el grupo de "cazadores". En realidad, se llegó hasta ellos y preguntó:
—¡Hermanos! ¿Quién ha almorzado ya?
¿Qué había de segundo plato? ¿Valía la pena estar allí?
Khorobrov, señalando con la cabeza la orden de pago en la mano de Lyubimichev, respondió:
—Acabas de recibir una buena cantidad de dinero, ¿no es así? Puedes pagarte el almuerzo.
—¿Qué quieres decir con una buena cantidad? — preguntó Lyubimichey con naturalidad, y estaba a punto de guardar la orden de pago en el bolsillo. No se había preocupado de ocultarla porque pensó que nadie se atrevería a pedir que se la mostrara, desde que todos tenían buen respeto de su fuerza.
Pero mientras estaba hablando con Khorobrov, Bulatov, como chacoteando, se inclinó y leyó:
—¡Oh! ¡Mil cuatrocientos setenta rublos! ¡Puedes escupir la comida de Antón de ahora en adelante!
Si se hubiera tratado de otro zek, Lyubimichev bromeando lo hubiera golpeado en la cabeza y se hubiera rehusado a mostrar su orden de pago. Pero no podía hacerlo con Bulatov, porque éste le había prometido, estaba tratando de hacer entrar a Lyubimichev en el GRUPO SIETE. Hubiera sido dar un golpe contra el destino y la oportunidad de obtener la libertad. De manera que Lyubimichev respondió:
—¿Dónde ves los miles? ¡Mira!.Y todo el mundo vio 147.000 rublos.
—¡Vaya, qué cosa extraña! ¿Por qué no enviarían 150? — observó Bulatov imperturbable—. Bien, apresúrate; hay chuletas de segundo plato.