Como todo el mundo, Spiridon recibía los cigarrillos de Belomar-kanal, que le recordaban un trabajo terrible en una región mortal donde casi había dejado sus huesos. Pero se mantenía firme en no fumar, obediente al mandato de los médicos alemanes que le habían devuelto el 30 por ciento de la vista de un ojo, que le habían devuelto la luz.
Spiridon sentía gratitud y estima hacia estos médicos alemanes. Ya estaba completamente ciego, cuando le introdujeron una enorme aguja en la médula espinal, lo mantuvieron por mucho tiempo con un ungüento sobre los ojos vendados y, finalmente, le sacaron la venda y le dijeron "¡Mire!" Y el mundo recobró su luminosidad. En la penumbra nocturna, que a Spiridon le parecía brillante como el sol, había sido capaz de percibir, con un ojo, una forma oscura, que era la cabeza de quién le había devuelto la vista y, apretando la suya contra la mano del médico, la besó con lágrimas en los ojos.
Nerzhin siempre trató de imaginarse el atento y, en ese momento, gentil rostro del oftalmólogo del Rhin, observando al hombre recién desvendado cuya voz cálida y profunda gratitud contrastaban tanto con la absurda locura que lo había puesto en ese estado; a aquel doctor le habrá parecido un salvaje de hirsuta cabellera colorada.
Eso le había ocurrido al terminar la guerra. Spiridon y su familia estaban viviendo en un campo americano para personas desplazadas. Encontró un compañero de su mismo pueblo, un pariente político a quien Spiridon llamaba "mi cochino pariente", a causa de ciertos incidentes que databan del período de la colectivización. Habían viajado hasta Slutsk con este "cochino pariente" y lo separaron de él en Alemania. Por supuesto, tenían que festejar el feliz encuentro con un trago y, a falta de otra cosa, el pariente sacó un frasco que contenía un licor desconocido. No estaba lacrado y tenía la etiqueta escrita en alemán. Pero lo había conseguido gratis. El cauteloso, el suspicaz Spiridón que había escapado a mil peligros, no era inmune al fatalismo ruso; " a lo mejor no pasa nada". "Bueno, descorcha nomás, amigo", y se tomó un buen vaso, mientras su pariente vaciaba la botella. Afortunadamente, sus hijos no estaban allí, ya que también habrían bebido el brebaje fatal. Cuando se despertó, después del medio día, Spiridón se sorprendió de que hubiera oscurecido tan temprano y se asomó por la ventana. Pero poco era lo que se veía desde allí y no pudo comprender por qué la parte de arriba del puesto de guardia de los americanos no existía, mientras que la parte de abajo sí. Quiso ocultarle su desgracia a María, pero le fue imposible, ya que esa misma tarde el manto de oscuridad cubrió completamente sus ojos.
Su "cochino pariente" había muerto.
Después de la primera operación, los oftalmólogos le dijeron que si hacía una vida tranquila por el término de un año y luego ellos practicaban una segunda operación, su ojo izquierdo recuperaría totalmente la vista y el derecho un cincuenta por ciento. Se lo aseguraron y debió haber esperado, pero la familia Yegorov decidió volver a casa.
Nerzhin— miró atentamente a Spiridón.
—Pero Danilich, ¿no te dabas cuenta de lo que te esperaba aquí? Todo lo que rodeaba los ojos de Spiridón, los párpados, las sienes y las ojeras aparecía surcado con pequeñas arrugas; sonrió.
—¿Yo? Sí, sabía que nos las harían pagar, aunque los panfletos que recibíamos nosotros decían lo contrario... y costaba no creerles: "todo les será perdonado, sus hermanos y hermanas los están esperando, las campanas serán echadas a vuelo el día en que regresen, habrá libertad hasta en las granjas colectivas y sólo los que lo deseen irán allí. Vuelvan lo más rápido que puedan”. Pues yo no creía en esos panfletos y sabía que no iba a librarme de la cárcel.
Sus rojizos bigotes, ásperos y cortos, se estremecieron con esté recuerdo.
—Yo le dije a Marfa Ustinovna en seguida: "Querida, nos ofrecen beber de un hermoso lago, pero quién sabe si lograremos tragar algo de un charco de barro inmundo." Y ella me acariciaba la cabeza, diciéndome: "Viejo, si hubieras recobrado la vista y verías qué es lo que hay que hacer. Ahora, espera a que te hagan la segunda operación." Pero los tres chicos decían: "Papá, mamá, vámonos a casa. ¡Volvamos a nuestra patria! ¿Por qué debemos esperar aquí una segunda operación? ¿Acaso no tenemos oculistas en Rusia? Después de todo, cuando derrotábamos a los alemanes, ¿quién curaba a nuestros heridos? Queremos terminar el colegio en Rusia." Al mayor sólo le faltaban dos años. Mi hija, Vera, no dejaba de sollozar, diciendo: "¿Quieres que me case con un alemán?" Creía que nunca encontraría un marido conveniente. Bueno, yo me rascaba la cabeza y les decía: "Chicos, chicos, ya sé que hay médicos en Rusia, pero ¿qué los hace pensar que yo pueda llegar a esos médicos?" Pero luego temí que me culparan a mí del fracaso de sus vidas; ¿por qué debía yo entorpecer la vida de mis hijos? Me pondrían preso; y bueno, ¡dejemos que vivan los jóvenes!