En cuanto supo a ciencia cierta que debía separarse de su familia, Spiridon, sin la menor duda acerca de la corrección de lo que hacía, se escondió en los bosques hasta que el frente lo dejó atrás. Después, en ese mismo carromato y con ese mismo caballo —que ya no eran objetos proporcionados por el gobierno para su uso y abuso sino cosas de su propiedad que le convenía atender con esmero— desandó con su familia todo el camino desde Kaluga hasta Pochep, volvió a su propio pueblo y se instaló en una pequeña choza abandonada. Allí le dijeron que se apropiara de lo más que pudiera de la ex tierra de la granja colectiva para trabajar. Spiridon tomó todo lo que pudo y empezó a ararlo y cosecharlo sin el más leve cargo de conciencia, prestando poca atención a los comunicados bélicos, trabajando duro y parejo, como en aquellos días lejanos en que no había ni granjas colectivas ni guerra.
Los guerrilleros vinieron a él y le dijeron que se dejara de arar, recogiera sus cosas y se uniera a ellos. — Alguien tiene que arar, — dijo Spiridon filosóficamente y se negó a abandonar la tierra.
Entonces, los guerrilleros se las arreglaron para matar a un motociclista alemán, no a campo abierto, sino en medio del pueblo. Conocían el sistema de represalias de los alemanes. Evacuaron a todo el mundo y redujeron el pueblo entero a cenizas.
Spiridon ya no dudó que había llegado el momento en que debía saldar sus cuentas pendientes con los alemanes. Llevó a Marfa y los chicos a lo de su suegra, y se dirigió directamente a los bosques, donde estaban los guerrilleros. Le facilitaron una pistola automática y un cinturón lleno de granadas. Y él, a conciencia, de todo corazón, con el mismo tesón con había trabajado en la fábrica y en su granja, tiraba contra las patrullas alemanas, se apoderaba de los carros de logística y ayudaba a volar los puentes. Durante los días de fiesta iba a visitar a su mujer y a sus hijos. De este modo le parecía que, de una u otra manera, seguía estando con su familia. El frente los alcanzó de nuevo. Los guerrilleros habían andado jactándose de que a uno de ellos, Spiridon, le sería otorgada una medalla en cuanto llegaran las fuerzas soviéticas. Y también se rumoreaba que era posible que los incorporaran al Ejército Soviético, que su vida oculta entre los bosques tocaba a su fin. Mientras tanto, los alemanes arrearon hacia el oeste a los habitantes del pueblo donde vivía Marfa. Un muchacho fue corriendo hacia donde estaba Spiridon a comunicarle la noticia.
Entonces éste, sin esperar la llegada de nuestras fuerzas, sin esperar ni un minuto, sin avisar a nadie, dejó caer su pistola automática y dos cargadores llenos a su lado y salió corriendo tras su familia. Consiguió introducirse en la columna como un civil cualquiera y, azotando una vez más a aquel caballo desde el pescante de aquel carro, marchó nuevamente hacia el oeste, desde Pochet a Slutsk, muy convencido de lo acertado de su nueva decisión.
Cuando Nerzhin oyó esto, tomó su cabeza con ambas manos y se hamacó hacia adelante y hacia atrás, asombrado. Ya no entendía más nada. Pero como no le correspondía educar a Spiridon sino que efectuar un experimento de carácter social, no le reprochó nada. En vez, le preguntó: "¿Y después, Danilich?"
¿Después qué? Podía, por supuesto, haber vuelto a los bosques y lo hizo una vez, pero tuyo un encuentro desagradable con unos bandidos y apenas pudo salvar a su hija de sus manos. De modo que se dejó llevar por el impulso del torrente humano. Empezó a sospechar de que nuestros hombres no le creerían, que más bien recordarían su negativa de un principio a combatir al lado de los guerrilleros y su reciente deserción.
Además, no tenía otra alternativa que seguir avanzando hasta llegar a Slutsk. Allí se los colocó a bordo de un tren para la región del Rhin y se les dio cupones para conseguir comida. Al principio corrió el rumor de que no llevarían a los menores de edad y Spiridon ya estaba pensando de qué manera podía escabullirse, pero después que los llevaran a todos, así que, abandonando él caballo y el carro, partieron. Cerca de Maguncia, él y sus hijos fueron destinados a una fábrica y a su mujer y a su hija se las alojó en granjas alemanas donde debían trabajar.
Una vez un capataz alemán golpeó al hijo menor de Spiridon. Éste, sin reflexionar, le saltó encima, hacha en mano. Las leyes del Tercer Reich, las leyes ordinarias, en época de paz, castigaban ese delito con el fusilamiento. Pero el capataz, en guardia, se acercó al rebelde y le dijo: "Yo también soy padre, lo comprendo perfectamente.". No pasó informe sobre el incidente. Spiridon se enteró más tarde que, esa misma mañana, el capataz había recibido la noticia de la muerte de su hijo en el frente ruso.