Spiridon, que ahora estaba enfermo y medio ciego, enjugó una lágrima furtiva recordando a aquel capataz renano. "Después de eso ya no les guardé más rencor a los alemanes. Ni siquiera por haber incendiado nuestra casa y todo lo demás; ese padre borró todo el mal que me habían hecho sus compatriotas. Después de todo, lo que yo tenía delante en ese momento era un ser humano, alemán o no."
Esa había sido una de las veces, una de las poquísimas veces en que había cambiado de opinión respecto a algo. A través del resto de los años difíciles, durante todos lo saltibajos de su accidentada existencia, nunca pensó las cosas dos veces, jamás la duda vino a debilitarlo en momentos de crisis. Sus acciones instintivas desafiaban abiertamente las páginas racionalistas de Montaigne y Charron.
A pesar de su ignorancia respecto a los grandes logros del hombre y de la sociedad, Spiridon hacía gala de una sensatez sistemática. Si se enteraba de que los alemanes estaban dando caza a los perros del pueblo, dejaba una cabeza de vaca sobre la nieve fresca para posibles sobrevivientes.
—Pese á no haber estudiado jamás ni la geografía ni el alemán, cuando la mala suerte lo llevó a Alsacia, para construir trincheras, mientras los americanos bombardeaban desde el aire, él y su hijo escaparon y, sin preguntar ni una sola dirección, sin poder leer los carteles indicadores en alemán, escondiéndose durante el día y viajando de noche, por zonas desconocidas, sin caminos, derecho, como vuela un pájaro, cubrieron cincuenta millas y llegaron sin inconvenientes a la granja cercana a Maguncia, donde estaban trabajando su mujer y su hija. Llegados allí, se quedaron en el refugio antiaéreo del jardín hasta la llegada de los americanos.
Ni una sola de las eternas preguntas sobre la validez de nuestros datos sensoriales o la imperfección del conocimiento que tenemos sobre nosotros mismos, jamás turbó la tranquilidad de Spiridon. Creía, firmemente, en todo lo que podía ver, oír, oler y entender.
Del mismo modo, todas sus ideas sobre la virtud encajaban unas con otras sin mayor esfuerzo, formando su claro concepto del bien. No calumniaba a nadie. No mentía. Decía groserías sólo cuando era estrictamente necesario. Sólo mataba en guerra. Peleaba sólo por su novia. Era incapaz de robarle un trapo o una migaja a nadie. Y si antes de casarse, había, según él mismo decía, "jugado un poquito con las polleras", bueno, ¿acaso la autoridad suprema, el reverendísimo Aleksandr Pushkin, no había confesado que eso de "no desear la mujer de tu prójimo" era el precepto que más le costaba cumplir?
A los cincuenta, casi ciego, preso y evidentemente condenado a morir en la cárcel, no daba señales de haber evolucionado ni hacia la santidad, ni hacia la desesperación, ni hacia el arrepentimiento, ni siquiera hacia la rectificación. Por supuesto, mucho menos parecía tener intensiones de reformarse, como estaba implícito en el nombre de "Campos de Corrección", que solía darse a este tipo de instituciones siniestras.
Todos los días, de la mañana a la noche, barría el patio con su activa escoba y así se defendía del comandante y de los oficiales de seguridad.
Lo que Spiridon amaba era la tierra.
Lo que Spiridon tenía era la familia.
Los conceptos de "patria", "religión" y "socialismo", que no surgen con frecuencia en la conversación diaria, le eran evidentemente desconocidos. Sus oídos estaban cerrados a ellos. Su voz se negaba a pronunciarlos.
Su patria era
Su religión era
Su socialismo era
Por eso estaba obligado a decirles a todos los reyes, a los sacerdotes, a los predicadores del bien, a los hombres razonables, a los metafísicos, a todos los escritores y oradores, a todos los tinterillos y críticos, a los presidentes y gritones, a todos los fiscales y jueces que se metían con él:
—¿Por qué no se van a la mierda?
EL CRITERIO DE SPIRIDÓN
Miles de pies caminaban o se arrastraban por la escalinata que crujía y retumbaba sobre las cabezas de los dos interlocutores. De tiempo en tiempo, finas lluvias de tierra y escombros caían sobre ellos, que apenas se daban cuenta.
Estaban sentados sobre el suelo, que jamás se barría, con los fundillos de sus mamelucos roñosos y gastados, que ya estaban tiesos de la mugre que tenían. Era de lo más incómodo, no había ningún tronco en el cual sentarse. Con las manos tomadas alrededor de las rodillas, se respaldaban en las tablas que estaban más clavadas debajo de la escalera. Y miraban hacia adelante, la vista fija en la pared del retrete, que se estaba descascarando.
Nerzhin estaba fumando mucho, como hacía siempre que tenía que pensar alguna cosa. Alineaba las colillas apagadas a lo largo del zócalo medio podrido de la pared de la escalera, un triángulo de yeso que amenazaba con derrumbarse.