Читаем En el primer cí­rculo полностью

—Eso mismo, eso mismo. Estoy orgulloso de mi no-objetividad —declaró Kondrashev-Ivanov, descargando sus palabras como golpes, sólo que la litera de arriba no le daba espacio suficiente—. ¿Y usted Lev Grigorich? Y usted tampoco es objetivo, pero cree que lo es, lo cual es mucho peor. Yo, por lo menos, soy no-objetivo y lo sé. Lo cito como un mérito. ¡Es mi "yo"!

—¿Yo soy no-objetivo? — preguntó Rubín—. ¿Yo? ¿Entonces quién es objetivo?

—¡Nadie, por supuesto! — exultó el artista—. ¡Nadie lo ha sido y nadie lo será jamás! Cada acto de percepción tiene un colorido emocional ¿No es así? Se supone que la verdad es el resultado final de una larga investigación, pero ¿no percibimos una especie de verdad crepuscular antes de comenzar la investigación? Tomamos un libro y en seguida el autor resulta desagradable. Y antes de leer, desde la primera página sabemos que no nos gustará y, por supuesto, no nos gusta. Usted empieza a establecer la comparación de cien idiomas mundiales, usted recién se rodeó de diccionarios, usted tiene cuarenta años de labor, por delante, pero desde ya está convencido de que probará exitosamente que todas las palabras derivan de "mano". ¿Es eso objetividad?

Nerzhin, encantado, se reía a gritos de Rubín, y éste reía también. ¿Podría alguien enojarse ante este hombre tan puro?

—¿No pasa lo mismo en las ciencias sociales —agregó Nerzhin.

—Hijo mío —razonó Rubín—, sí fuera imposible predecir los resultados, no podría existir el "progreso", ¿no es cierto?

—¡Progreso! — gruñó Nerzhin—. ¡Al diablo con él! Me gusta el arte porque no lo admite.

—¿Qué quieres decir?

—Simplemente eso. En el siglo XVII existió Rembrandt, y todavía estamos en Rembrandt. Trata de superarlo y, sin embargo, la tecnología del siglo XVII ahora nos parece primitiva. Toma los progresos técnicos de 1870. Son juego de niños para nosotros. Pero "Anna Karenina" fue escrito en esa época y ¿puedes mencionarme algo mejor?

—Su argumento, Gleb Vikentich —interrumpió Adamson apartándose de Pryanchikov—, puede tener otra interpretación. Puede significar que los científicos e ingenieros han estado creando grandes obras en estos últimos siglos y han hecho progresos reales, en tanto que los "snobs" del arte evidentemente han andado haciendo payasadas. Los parásitos...

—¡Se vendían! — exclamó Sologdin con indescriptible satisfacción. Seres tan opuestos como él y Adamson estaban unidos en la misma idea.

—¡Bravo!, ¡bravo! — se unió Pryanchikov—. Amigos, esto es formidable. Es exactamente lo mismo que les dije anoche en el Laboratorio de Acústica.

(En esa ocasión había estado sosteniendo la superioridad del jazz, pero ahora parecía que Adamson expresaba precisamente su idea).

—Creo que puedo conciliar sus posiciones —dijo Pótapov, sonriendo socarronamente—. En este siglo se dio el caso concreto de que cierto ingeniero en electricidad y cierto matemático, preocupados por el estancamiento de la literatura de su país, colaboraron en un cuento corto que ¡ay! quedó inédito porque ninguno de ellos tenía lápiz.

—¡Andreich! — exclamó Nerzhin—, ¿puede usted recrearlo?

—Bueno, trataré, con tu ayuda. Después de todo fue la única obra de mi vida. Debería poder recordarla.

—Muy divertido, muy divertido, caballeros —dijo Sologdin, animándose y poniéndose más cómodo. Le encantaban estas diversiones carcelarias.

—Pero, por supuesto, comprenderán, como nos enseña Lev Grigorich, que ninguna creación artística puede ser comprendida sin conocer la historia de cómo llegó a ser creada y cuál fue el encargo social.

—Está haciendo progresos, Andreich.

—Queridos invitados, terminen con la pastelería, que fue especialmente preparada para ustedes. La historia de este evento creativo es la siguiente: en el verano de 1946, en una celda atrozmente atiborrada en el sanatorio de BuTyur, así llamado a causa del monograma estampado en las tazas del Butyrshaya-Tyurma... Gleb Vickentich y yo fuimos primeros vecinos debajo de los tablones que nos servían de cama, y luego sobre ellos nos sofocábamos, siempre por falta de aire, gemíamos de hambre y no hacíamos otra cosa que charlas interminables y comentarios sobre las costumbres de los que nos rodeaban. Uno de nosotros dijo el primero: ¿Y qué si...?"

—Fue usted, Andreievich, quien dijo primero "¿Y qué si...?" La imagen fundamental, que también servía de título, era, en todo caso, suya.

—"¿Y qué si...?" —dijimos Gleb Vickentich y yo—. ¿Y qué si de repente en nuestra celda-?...

—¡Oh, no se hagan desear! ¿Cómo era el título?

—Muy bien, ¡saliendo a entretener a este orgulloso mundo!, vamos a tratar los dos de recordar ese cuento, ¿en? — y la voz cascada y monótona de Potapov estaba ronca cual la de un constante lector de libros polvorientos—. El titulo era: "La sonrisa del Buda."

LA SONRISA DEL BUDA

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