Читаем En el primer cí­rculo полностью

Nerzhin se sentía obligado a trabajar activamente y habiendo hecho el trabajo asignado podía desentenderse de toda actividad. Una vez le había dicho a Simochka: —Soy activo porque odio la actividad. — ¿Y qué le gusta? — ella había preguntado tímidamente—, la contemplación, fue la respuesta. Y la verdad era que cuando el torbellino de trabajo pasaba, permanecía sentado durante horas, apenas cambiando de posición. Su piel se tornaba gris, vieja y aparecían arrugas. ¿Dónde se había ido su seguridad? Se volvía lento e indeciso. Pensaba mucho antes de escribir esas anotaciones chiquitas como hechas con agujas, que Simochka todavía veía sobre su escritorio entre los libros de consulta y las monografías. Ella también notaba que él las deslizaba a la izquierda del escritorio, pero no en el cajón. Simochka ardía de curiosidad por saber qué escribía y a quién. Nerzhin, sin saberlo, se había trasformado en un objeto de simpatía y admiración.

La vida de Simochka como mujer, hasta entonces, había resultado muy desgraciada. No era bonita. Su cara estropeada por una nariz que resultaba demasiado larga. Su pelo era ralo y agarrado en la nuca con un nudo pequeño. No era solamente pequeña —lo cual puede hacer hermosa a una mujer— sino excesivamente pequeña; se asemejaba más a una escolar de séptimo grado que a una mujer. De todos modos, era muy formal y nada inclinada a la diversión y a la ligereza, y esto también la hacía poco atractiva hacia los jóvenes. A los veinticinco años, nadie la había cortejado, nadie la había abrazado, nadie la había besado.

Pero hacía poco tiempo, justo un mes antes, algo se había descompuesto en el micrófono de la cabina y Nerzhin la había llamado para arreglarlo. Ella apareció con un destornillador en la mano y en la silenciosa, sofocante y pequeña cabina; repleta por ellos dos, se inclinó hacia el micrófono que Nerzhin examinaba. Sin darse cuenta su mejilla tocó la suya. Lo tocó y casi muere ahí mismo. ¿Qué sucedería ahora? Debería haberse retirado, pero permaneció mirando estúpidamente al micrófono. Así trascurrió el más largo y aterrante minuto de su vida —sus mejillas ardían unidas, pero no se retiró. De repente él le tomo la cabeza y besó sus labios. El cuerpo de Simochka se derritió de gozosa debilidad. No dijo nada en ese instante sobre Komsomols o el país; solamente: —la puerta no está cerrada.

Una cortina liviana azul oscura, moviéndose hacia adelante y atrás los separaba del bullicioso día; de la gente caminando por ahí, conversando, que bien podían haberla corrido en cualquier momento.

El prisionero Nerzhin no arriesgaba más que diez días en una celda de castigo. La joven arriesgaba toda su seguridad, su carrera, tal vez la libertad misma. Pero no tenía fuerzas de apartarse de las manos que sostenían su cabeza.

Por primera vez en su vida, un hombre la había besado.

Se podría decir esto: una cadena de acero astutamente forjada, se quebró en el eslabón forjado en el corazón de una mujer.

¡DETENTE, INSTANTE!

—¿De quién es esa pelada que está atrás mío?

—Muchacho, también estoy en ánimo poético. Charlemos.

—En principio estoy ocupado.

—Ocupado —¡pavadas! Estoy en un estado, Gleb. Estaba sentado junto al árbol de Navidad y dije algo acerca de mi cabina en la cabeza de puente al norte de Pulutsk y ¡de repente estaba en el frente otra vez! El frente entero se me vino encima, tan vivido, tan lacerante Oye —aún la guerra puede trasformarse en buenos recuerdos, ¿no?

—No deberías permitirlo. La ética taoista dice: —Las armas son instrumentos de desgracia, no de nobleza. El hombre sabio conquista sin quererlo.

—¿Qué es esto? Has saltado del escepticismo al taoísmo?

—Nada definitivo todavía.

—Primero recuerdo lo mejor de mi Fritz —cómo inventábamos los lemas para los folletos que representaban: una madre abrazando sus hijos... nuestra rubia Margarita llorando— ésa era nuestra obra de arte. Tenía un texto en verso.

—Ya sé. Recogí uno de ellos.

—Recuerdo cómo durante las tardes tranquilas salíamos en camiones sonoros al frente.

—Y entre los tangos emotivos, trataban de persuadir a sus hermanos soldados que levantaran las armas contra Hitler. Salíamos de nuestras trincheras también a escuchar. Pero los argumentos eran, más bien, simplotes.

—¿Qué quieres decir? Después de todo tomamos Graudenz y Elbing sin disparar un tiro.

—Pero eso ya era 1945.

—¡La gota de agua horada la roca! ¿Alguna vez te conté de Milka? Era una estudiante del Instituto de Lenguas Extranjeras, graduada en 1941 y se le designó inmediatamente a nuestra sección como traductora. Una ñatita, de movimientos rápidos.

—Espera, ¿era ella la que fue contigo a recibir la rendición de una fortaleza?

—Sí, era terriblemente vanidosa, y le encantaba que elogiaran su trabajo (¡qué Dios te amparara si te atrevías a hacerle una observación!). Y le gustaba que la propusieran para condecoraciones. ¿Te acuerdas del frente Noroeste más allá del río Lovat, entre Rakhlits y Novo-Svinukhovo al sur de Podtsepochiva? Hay un bosque allí.

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