El mayor Shikin, que se daba importancia a sí mismo, era bajo, trigueño, con el pelo canoso recortado sobre su cabeza grande y los pies pequeños, en los que usaba zapatos de tamaño de niño. Se le ocurría, dijo en esta ocasión, que mientras para él como para dicha persona de experiencia, la naturaleza interior de reptil, de estos malhechores era perfectamente clara; podría haber entre tantas jóvenes sin experiencia, cómo eran las recién llegadas, una, cuyo corazón humanitario titubeara y pudiera ser culpable de alguna infracción, como por ejemplo darle a los prisioneros un libro de la biblioteca de los empleados libres. Ni siquiera mencionó el despachar una carta afuera (pues cualquier carta dirigida a Marya o Tanya significaba obviamente un envío a algún centro de espionaje extranjero). Si alguna de estas jóvenes presenciaba la caída de alguna de sus amigas, tenía que ayudar a su camarada, esto es, denunciar lo que había sucedido al mayor Shikin.
Finalmente, el mayor no ocultó que la relación con los prisioneros, era castigada por el Código Criminal, y que el Código Criminal, como todos sabían, era elástico. Incluía hasta veinticinco años de trabajos forzados.
Era imposible no temblar imaginando el negro futuro que les esperaba. Algunas muchachas sintieron que las lágrimas le subían a los ojos. Pero la desconfianza ya se había sembrado entre ellas y dejando la sesión de instrucciones, no hablaron de lo que habían oído, sino de cosas intrascendentes.
Entre viva y muerta de miedo, Simochka siguió al ingeniero mayor Roitman al laboratorio de Acústica y durante el primer momento quiso cerrar los ojos como en una caída.
Medio año había trascurrido desde entonces, y algo raro le había sucedido a Simochka. No era que sus convicciones acerca de las negras confabulaciones del imperialismo, hubieran disminuido. Todavía le parecía fácil creer que los prisioneros que trabajaban en todas las otras habitaciones eran criminales sanguinarios. Pero cada día, cuando se encontraba con los doce zeks en el Laboratorio de Acústica, sombríos e indiferentes a la libertad, a su propio destino, a su plazo de diez y veinticinco años; todos ellos: científicos, ingenieros, técnicos, importándoles solamente su trabajo aunque no fuera propio, aunque no significara nada para ellos y no les produjera un centavo como sueldo ni un ápice de gloria, trataba en vano de ver en ellos esos terribles bandidos internacionales, tan bien identificados en las películas, tan hábilmente atrapados por el contraespionaje.
Entre ellos Simochka no experimentaba temor. No podía sentir ningún odio hacia ellos. Esta gente despertaba en ella solamente un gran respeto, con sus varias habilidades y conocimientos, su entereza en sobrellevar al infortunio. Y aunque su sentido del deber se lo pedía, aunque el amor por su país exigía que informara al oficial de seguridad los pecados de comisión y omisión, Simochka, por razones que no comprendía, empezó a encontrar esa tarea execrable e imposible.
Era particularmente imposible en el caso de su vecino más cercano y compañero de trabajo, Gleb Nerzhin, que se sentaba enfrentándola a través de dos escritorios.
Hacía un tiempo que Simochka trabajaba junto a él, bajo su dirección, llevando a cabo experimentos en articulación vocal. En la
Nerzhin se ocupaba de la programación matemática de estos experimentos. Avanzaban con éxito y Nerzhin había escrito una monografía en tres tomos sobre su metodología. Cuando él y Simochka estaban sobrecargados de trabajo, Nerzhin decidía qué era de necesidad inmediata y qué podía demorar, todo esto con una gran seguridad. En esos momentos su cara se rejuvenecía. Y Simochka imaginaba la guerra como la había visto en películas; veía a Nerzhin en uniforme de capitán, su pelo rubio al viento entre el humo de la explosiones, gritando la orden ¡fuego!