Se sintió un golpe en la puerta. Olenka saltó al corredor, volvió como el viento, recogió sus rulos bajo el sombrero, se metió en un tapado de piel con cuello amarillo y se dirigió a la puerta con paso ágil.
(Era un paso hacia la felicidad, pero también la batalla).
Así fue como el cuarto 418 envió al mundo dos bonitas y elegantes tentaciones, una atrás de otra.
Pero, al perder con ellas su vitalidad y alegría, la habitación quedó aún más deprimida. Moscú era una ciudad enorme, pero no había dónde ir.
Muza ya no leía; se quitó los anteojos y escondió la cara en sus grandes manos.
Dasha dijo:
—Olenka es tonta. Él sólo jugará con ella y la abandonará. Dicen que tiene otra chica en alguna parte y tal vez también un hijo.
Muza miró detrás de sus manos. — Pero Olenka no está atada a él. Si eso resulta ser cierto, siempre puede dejarlo.
—¿Qué quieres decir, que no está atada?, — Dasha sonrió irónicamente—. ¿A qué clase de atadura te refieres, si...
—¡Oh, siempre sabes todo! ¿Cómo puedes saber eso? — Muza estaba indignada.
—Bueno, ella pasa la noche en la casa de ellos.
—¡Oh, eso no significa nada! Eso no prueba nada, — dijo Muza.
—Es la única manera ahora; de otra forma, no los puedes conservar.
Las dos muchachas quedaron en silencio, cada una con sus distintas opiniones.
La nieve caía afuera más pesadamente. Ya estaba oscuro.
El agua gorgoteaba suavemente en el radiador bajo la ventana.
Era insoportable pensar que iban a matar la noche del domingo en este agujero.
Dasha pensó en el camarero que había rechazado, un hombre fuerte y sano. ¿Por qué lo había dejado? Es cierto que la llevó a un club de suburbio, donde no concurría gente de la Universidad. ¿Y qué?
—¡Muza, vamos al cine ¡te suplico! — dijo Dasha.
—¿Qué dan?
—La tumba india.
—¡Oh, esa tontería! ¡Tontería comercial!
—Pero la dan en este mismo edificio, en la puerta de al lado. Muza no contestó.
—¡Bueno, esto es realmente aburrido!
—No voy —dijo Muza—. Búscate trabajo para hacer. De repente la luz eléctrica disminuyó. En la lámpara sólo quedó encendido un fino filamento rojo.
—Eso es lo que faltaba —gruñó Dasha—. Uno podría ahorcarse en un lugar así.
Muza se quedó sentada como una estatua.
Nadya yacía inmóvil en su cama.
—Muza, vayamos al cine.
Golpearon la puerta.-
Dasha se asomó y volvió: —¡Nadya! ¡Shchagov está aquí! ¡No te vas a levantar!
EL FUEGO Y EL HENO
Nadya lloró largo rato. Mordía la manta para tratar de calmarse. Su cara estaba salada y mojada y la almohada sobre su cabeza la asfixiaba.
Hubiera deseado marcharse a cualquier parte, salir del cuarto hasta tarde, pero en toda la enorme ciudad de Moscú no había un lugar donde ir.
No era la primera vez que le enrostraban esos nombres: "madrastra", "rezongona", "monja", "solterona". Lo peor es que eran totalmente falsos.
Pero, ¿puede acaso ser fácil el quinto año de una mentira? El rostro se pone tenso y acalambrado bajo la máscara constante, la voz se vuelve chillona, el criterio deshumanizado. ¿Se habría convertido, tal vez, en una solterona insoportable?
Es tan difícil juzgarse uno mismo, en una residencia en la cual uno no puede, como en casa, descargar su malhumor sobre la madre. En una residencia, entre sus iguales, uno se acostumbra a verse bajo el peor aspecto.
Excepto Gleb Nerzhin, nadie, absolutamente nadie, podría comprenderla.
Pero Gleb tampoco la entendía. No le había dicho nada —qué hacer, cómo vivir. Sólo le había dicho que no existía fin para su condena.
Con unas pocas frases rápidas y confidenciales, había derribado todo lo que la venía manteniendo día a día, toda su fe, sus esperanzas, todo lo que la había sostenido en su soledad.
¡No habría fin para su condena!
Eso quería decir que no la necesitaba.
¡Oh, Dios, Dios!
Nadya yacía estirada. Con ojos abiertos y fijos miraba, entre la almohada y la manta, un trocito de pared —y no podía entender, no quería entender qué clase de luz había en el cuarto. Parecía muy oscuro, pero, sin embargo, podía reconocer las ampollas en la conocida pintura ocre.
Repentinamente oyó, a través de la almohada, el especial tamborileo sobre la puerta de madera, doce golpecitos como arvejas cayendo en una cacerola, tres veces cuatro dedos. Aun antes que Dasha le dijera—: ¡Nadya!, Shchagov está aquí. ¿No te vas a levantar? Nadya había arrojada la almohada, alisando su pollera que estaba arrollada hasta la cintura, se había pasado un peine y se ponía los zapatos.
Bajo la luz quieta y apagada del medio voltaje, Muza la vio precipitarse y se apartó bruscamente.
Dasha se apuró a arreglar la cama de Lyuda y recogió las cosas dispersas por el cuarto.
Entonces hicieron entrar al visitante.
Shchagov entró con su viejo capote militar echado sobre los hombros. Era alto, con porte marcial. Podía inclinarse, pero sin doblar la espalda. Sus movimientos eran sobrios y controlados.
—¿Cómo les va?, gentiles señoras, — dijo en tono condescendiente— Vine a ver cómo pasaban su tiempo sin suficiente luz —y a hacer lo propio. Es para morirse de aburrimiento.