Únicamente prosperaban dos formas de comida colectiva: los restaurantes —donde la expresión del principio socialista no era todo lo que podía esperarse— y los pequeños bares baratos, que sólo vendían vodka. Teóricamente, existían todavía los comedores colectivos, porque el Gran Corifeo había estado demasiado ocupado en los últimos veinte años como para tratar el tema de la distribución de la comida. Por eso era peligroso hablar por cuenta propia. Dasha se preocupó por la tesis durante un largo tiempo, hasta que su padrino le cambió el tema, pero eligió el nuevo de una lista equivocada: "Comercio de Bienes de Consumo bajo el Socialismo". No parecía que hubiera mucho material en este tema. Todos los discursos y las directivas decían que los bienes de consumo podían ser, y aun que debían ser producidos y distribuidos. No obstante, hablando concretamente, esos bienes, comparados con el acero en barras y los productos del petróleo, habían empezado a decaer y ya fuera que la industria ligera se desarrollara o decayera, el consejo ilustrado lo ignoraba. Por ello, a su debido tiempo, desechó también ese tema.
Entonces las buenas gentes le aconsejaron y Dasha pidió el tema: "El economista ruso del siglo XIX Stuzhaila-Olyabishkin".
Olenka preguntó riéndose: —¿Has encontrado ya el retrato de su benefactor?
—¡Cruel ingratitud! — Olenka estaba tratando de estimular a Nadya, sintiéndose ella misma muy eufórica con la perspectiva del programa nocturno. — Yo lo hubiera encontrado y colgado sobre mi cama. Puedo describirlo perfectamente: un tipo muy hermoso de terrateniente, con anhelos espirituales insatisfechos. Después de un fuerte desayuno se sentaría con su bata frente a la ventana, allá, en la provincia de Evgeni Onegin, donde nunca soplan las tormentas de la historia. Allí estaría sentado, mirando cómo Palashka, la muchacha, daba de comer a los cerdos, y meditando soñadoramente:
—Con qué se enriquece el estado, de qué vive...
—Y por la tarde jugaría a las cartas. — Olenka reía y reía.
Lyuda se había puesto el vestido celeste; que estaba sobre su cama.
Nadya suspiró y sacó la vista de la cama desordenada. Lyuda estaba frente al espejo, retocando el maquillaje de sus cejas y pestañas y pintando cuidadosamente sus labios en forma de pétalos.
Repentinamente habló Muza, como si hubiera estado todo el tiempo en la conversación: —¿Han notado lo que hace a los héroes de la literatura rusa diferentes de los héroes de las novelas occidentales? Los protagonistas de la literatura occidental siempre andan atrás de carrera, dinero, fama. Los rusos pueden arreglárselas sin comida ni bebida
—sólo buscan justicia y bondad. ¿No es cierto?
Y se sumergió otra vez en su libro.
Lyuda se había colocado las botas y estaba tomando su abrigo de piel. Nadya le señaló bruscamente su cama y le dijo con disgusto:
—¿Vas a dejar esa porquería para que tengamos que recogerla otra vez?
—¡No la recojas!—, dijo Lyuda llevada por la ira, con los ojos brillantes. — ¡No te atrevas a tocar mi cama nunca más!— Su voz subió hasta el grito: —¡Y no me sermonees!
—Es hora de que comprendas, — exclamó Nadya, liberando sus sentimientos reprimidos—. Nos estás insultando. ¿Crees que no tenemos otra cosa en la cabeza que tus correrías nocturnas?
—¿Estás celosa? Nadie está enganchado en tu anzuelo.
Sus rostros estaban distorsionados, feos como siempre lo son los de las mujeres encolerizadas.
Olenka abrió la boca para estallar también contra Lyuda, pero no le gustó el tono de la frase "correrías nocturnas".
(No eran tan enteramente placenteras como podían parecer, tales correrías nocturnas).
—¡No hay motivo para celos!, — dijo sordamente Nadya, con la voz quebrada.
—Si erraste el camino, — gritó aún más fuerte Lyuda, con la sensación de victoria—, y en vez de aterrizar en un convento caíste aquí para trabajar como graduada, muy bien, siéntate en tu rincón, pero no actúes como una madrastra. Me enfermas, ¡solterona!
—¡Lyuda, cómo te atreves! — gritó Olenka.
—¿Entonces, por qué se mete en los asuntos ajenos? ¡Monja! ¡Solterona! ¡Desafortunada!
En este punto intervino Dasha y quiso probar algo muy enérgico. Muza se levantó también y, sacudiendo su libro frente a Lyuda, comenzó a gritar: —¡Mediocridad! ¡Mediocridad triunfante!
Las cinco chillaban a la vez, sin escucharse ni ponerse de acuerdo.
Sin entender nada, avergonzada de su exabrupto y de sus sollozos incontrolables, Nadya, todavía vestida con lo mejor para la visita a la cárcel, se arrojó boca abajo sobre su cama y se tapó la cabeza con la almohada.
Lyuda se empolvó la cara y cepilló una vez más sus rulos rubios. Dejó caer el velo de su sombrero justo hasta sus ojos y, sin arreglar la cama pero tapándole con la manta como una concesión, salió del cuarto.
Las otras quisieron hablarle a Nadya, pero no se movió. Dasha le quitó los zapatos y tapó sus piernas con las esquinas de la manta.