Читаем En el primer cí­rculo полностью

Es bien sabido que la historia de nuestra vida no sigue un camino uniforme a través de los años. En la vida de todo ser humano existe un período durante el cual se manifiesta más plenamente, se siente más profundamente realizado, y actúa con efectos más hondos sobre sí mismo y los demás. De allí en adelante, cualquier cosa que le ocurra a esa persona, por significativa, que parezca exteriormente, es pura declinación. Recordaremos esa fracción de melodía que alguna vez resonó en nosotros, nos emborracharemos por ella, la tocaremos una y otra vez en diferentes tonos y la cantaremos una y otra vez para nosotros mismos. Para algunos, ese período está en la infancia, y entonces siguen siendo niños toda la vida. Para otros, coincide con el primer amor, y esa es la gente que difunde el mito de que sólo se ama una vez. Aquellos para quienes haya sido el período de su mayor fortuna, honor o poder, seguirán en la vejez rumiando con las encías despobladas su grandeza perdida. Para Nerzhin, ese tiempo fue la prisión. Para Shchagov, la guerra.

Shchagov había entrado en la guerra ansioso y aterrado. Fue llamado en el primer mes y no lo licenciaron hasta 1946. Durante los cuatro años, dudaba cada mañana si viviría hasta la noche. No sirvió en equipos importantes, y sólo dejó el frente para entrar en el hospital. Estuvo en la retirada de Kiev en 1941 y, a lo largo del Don, en la de 1942. Aun cuando la guerra mejoró en 1943 y 1944, estuvo también esos años en retirada —en 1944 bajo Kovel. En zanjas a los costados de los caminos, en trincheras lavadas, entre las ruinas de las casas incendiadas, conoció el valor de una marmita de sopa, el de una hora de reposo, el sentido de la amistad y el de la vida misma.

Los sufrimientos del Capitán de Ingenieros Combatientes Shchagov no podían ser aliviados ahora ni en décadas enteras. Sólo podía pensar en la gente de una manera: si eran o no soldados. Aún en las calles de Moscú, que parecían haber olvidado todo, mantenía esta distinción: de todos los seres humanos, sólo los soldados podían ser sinceros y amistosos. La experiencia le había enseñado a no confiar en nadie que no hubiera probado el fuego de la batalla.

Después de la guerra, Shchagov había quedado sin familia; la casa en que vivía había sido bombardeada. Sus bienes de este mundo se reducían al fardo que llevaba en la espalda y a una valija llena del botín tomado a los alemanes, si bien es cierto que, para suavizar su reingreso a la vida civil, todos los oficiales desmovilizados reciban doce meses de paga según su rango —salarios por no hacer nada.

Cuando volvió del frente, Shchagov, como muchos combatientes, quedó aturdido. Regresaban momentáneamente mejorados como personas, purificados por el contacto con la muerte y, precisamente por eso, era más duro el choque con la trasformación ocurrida en su país, lejos de las líneas de fuego. Notaban una especie de amargura y endurecimiento de los corazones, a veces una falta total de conciencia, un abismo entre la pobreza hambrienta y la riqueza gorda e insolente.

¡Al diablo con todo! Ciertamente estos ex-soldados seguían existiendo, caminaban por las calles y andaban en subterráneo, pero estaban vestidos de diferentes maneras y ya no se reconocían entre sí. De alguna forma empezaron a dejar las leyes del frente y adoptaron las reglas comunes.

Era algo como para pensarlo.

Shchagoy no hacía preguntas. No era uno de esos infatigables defensores de la justicia universal. Consideraba que las cosas suceden como quieren suceder y que nadie puede detenerlas. Uno sólo puede elegir entre embarcarse o no en ellas. Ahora era evidente que la hija de un General, por la sola virtud de su nacimiento, está predestinada a no ensuciarse jamás las manos; nunca se la encontraría trabajando en una fábrica. Aun si el secretario de una delegación local del Partido quedara cesante, era imposible imaginárselo manejando un torno. Las normas para el trabajo a destajo en las fábricas no eran cumplidas por aquellos que las creaban, así como los hombres que iban a la batalla no eran los mismos que escribían las órdenes para la batalla.

Todo esto, en realidad, no era cosa nueva en este planeta, pero hería a ciertas personas individualmente. Hería al Capitán Shchagov no tener derecho, después de sus leales servicios, a participar en esa manera de vivir por la cual había luchado. Ahora tenía que luchar otra vez, en una batalla no sangrienta, sin fusil, sin granadas de mano; tenía que elaborar el derecho de vivir aquí a través del despacho del contador, y oficializarlo con un sello.

Y hacerlo alegremente.

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