Justamente uno de esos copos de nieve, una estrella de seis puntas, cayó en la manga del viejo capote militar de Nerzhin, que se había vuelto de color marrón herrumbroso. Se detuvo en el medio del patio y aspiró el aire.
El teniente primero Shusterman, que estaba presente, le advirtió que no era hora de ejercicios y que debía entrar.
No quería entrar. No quería contarle a nadie su visita de hecho, no podía. No quería compartirla con ninguno ni darle a nadie participación en ella. No quería hablar ni escuchar a otros. Quería estar solo y revivir despacio todo lo que había traído consigo, antes de que se desintegrase, antes de que se convirtiera simplemente en un recuerdo.
Pero la soledad era precisamente lo que faltaba en la
Entrando al edificio para los presos había una puerta especial, una rampa de madera llevaba a un corredor del sótano. Nerzhin se detuvo y consideró dónde podría ir.
Entonces pensó en un lugar.
Fue a la escalera posterior, que ya casi nadie usaba, pasó una pila de sillas rotas y subió hasta el descanso clausurado del tercer piso.
Ese espacio estaba asignado al pintor zek Kondrashev-Ivanov para su estudio. No tenía nada que ver con el trabajo básico de la
En verdad, Krondrashev-Ivanov escasamente satisfacía estos requerimientos artísticos. Pintaba grandes cuadros, pero si bien no costaban nada, tampoco eran bonitos. Los clientes que concurrían a su estudio trataban en vano de enseñarle cómo pintar, y con qué colores; después, suspirando, tomaban lo que hubiera. De cualquier manera, una vez colocados en marcos dorados, los cuadros mejoraban.
Al subir, Nerzhin pasó al lado de un gran cuadro terminado y encargado para el corredor de la sección ministerial, con el título "A. S. Popov mostrando al almirante Makarov el primer radiotelégrafo". Luego emprendió el último tramo de escalera y vio en lo alto de la pared un cuadro de seis pies de alto titulado: "El roble mutilado". Éste también estaba terminado, pero ningún cliente había querido llevárselo.
Mostraba un roble solitario creciendo por un poder misterioso, en la superficie desnuda de un acantilado, donde una senda peligrosa se enroscaba en torno al despeñadero. ¡Qué huracanes habían soplado allí! ¡Cómo habían curvado ese roble! Y el cielo atrás del árbol y en sus alrededores estaba eternamente tormentoso. Ese cielo nunca pudo haber conocido el sol. Este árbol empecinado y anguloso, con sus raíces como garras, con sus ramas rotas y torcidas, deformado por el combate con los vientos incansables que trataban de arrancarlo del risco, se negaba a abandonar la batalla y se aferraba peligrosamente a su sitio sobre el abismo.
De la pared de la escalera colgaban telas menores. Otras descansaban en caballetes. La luz provenía de dos ventanas, una hacia el norte, la otra hacia el oeste. La ventanilla de Máscara de Hierro se abría en este descanso, con su reja y su cortina rosa, una ventana a la luz del día no llegaba.
No había nada más, ni siquiera una silla. En vez, había un bloque bajo de madera.
Pese a que la escalera no estaba caldeada y a que la fría humedad la penetraba, la chaqueta acolchada de Kondrashev-Ivanov estaba en el suelo. El artista, con sus brazos y piernas sobresaliendo cómicamente de un mameluco muy chico para él, estaba parado, tieso, alto, erguido, sin incomodarse aparentemente por el frío. Sus grandes anteojos hacían parecer su rostro más largo y severo y quedaban firmemente sujetos detrás de sus orejas y sobre su nariz, siguiendo sus abruptos movimientos. Estaba mirando un punto de una pintura, sosteniendo a un lado el pincel y la paleta.
Al oír pasos sigilosos se volvió.
Las miradas de los dos hombres se encontraron. Cada uno estaba todavía sumergido en sus propios pensamientos.
Al artista no le agradaba recibir una visita. En ese momento necesitaba silencio y soledad.
Aún así, desde otro punto de vista, estaba contento de verlo. Sin la menor hipocresía, con su habitual exceso de entusiasmo, exclamó: ¡Gleb Vikentich! ¡Bienvenido! Y agitó el pincel y la paleta en un gesto de hospitalidad.
La cordialidad es un arma de doble filo para un artista: enriquece su imaginación, pero arruina su día programado.
Nerzhin vaciló tímido en el penúltimo escalón. Dijo casi en un susurró, como si temiera despertar a una tercera persona. — No, no, Hippolyte Mikhailich. Vine, si no tiene inconveniente, sólo para quedarme quieto aquí.