—No —dijo suave pero convincentemente—, no hacen todo lo que quieren. ¿Quién quiere algo? ¿Quién hace algo? Historias; para ti y para mí alguna vez parece terrible, pero, Clara, es hora de acostumbrarse al hecho de que hay una ley de los grandes números. Y cuanto mayor es la meta de un acontecimiento histórico, mayores las probabilidades del error individual, sea judicial, táctico, ideológico o económico. Nosotros agarramos el proceso sólo en sus bases, en sus formas determinadas, y la cosa esencial es estar convencidos de que el proceso es inevitable y necesario. Sí, alguna vez alguien sufre. No siempre merecido. ¿Qué hay de esos muertos en el frente? ¿Y de esos que murieron sin sentido en el terremoto de Ashkhabad? ¿Y las fatalidades del tránsito? En cuanto el tránsito crece, también lo hace el número de víctimas. La sabiduría yace en aceptar el proceso como se desarrolla, con sus inevitables peldaños de víctimas. Pero Clara meneó la cabeza indignada.
—¿Peldaños? — exclamó como un susurro mientras la campana había llamado ya dos veces y la gente estaba volviendo a entrar en el hall—. La ley de los grandes números debería ser ensayada en ti. Todo va bien para ti y todo lo dices muy suavemente, pero ¿no ves que no todo es como lo describes?
—¿Significas que somos hipócritas? — Lansky contraatacó, pues le encantaba discutir.
—No, no digo eso. — La tercera campana sonaba, las luces se apagaban. Con una urgencia femenina de tener la última palabra, Clara susurró rápido en sus orejas—: Tú eres sincero, pero siempre que no se modifiquen tus puntos de vista y esquivas hablar con gente que piense diferente. Eliges tus pensamientos de gente que piensa como tú, de libros escritos por gente como tú. En física eso se llama "resonancia" —se apuró a acabar, justo cuando el telón comenzaba a levantarse—.
Comienzas con opiniones modestas, pero se engarzan y llegas a construir una escala...
Cayó en silencio, lamentando su incomprensible pasión. Había arruinado todo el tercer acto para Lansky como para sí misma.
Cómo suele suceder, la actriz Royek en el tercer acto actuó con claridad meridiana en el papel de hija de Vassa y comenzó a elevar la actuación hasta sus cúspides.
Clara misma falló en darse cuenta que estaba interesada no abstractamente en cierta persona inocente cualquiera que hacía tiempo estaba probablemente trabajando en el Ártico, sino concretamente en el joven especialista del vacío, de ojos azules, con color oro en sus mejillas aun un muchacho, a pesar de sus veintitrés años. Desde el primer encuentro su mirada había revelado su fascinación por Clara, una inconcebible y gozosa fascinación distinta a todo lo que ella había conocido hasta entonces entre sus admiradores de Moscú. Clara no entendió que sus seguidores que vivían en libertad estaban rodeados de mujeres, veían a muchas más bellas que ella, y conocían sus propios valores, mientras que Ruska había venido de un campo donde por dos años no había oído el taconeo de un tobillo femenino y Clara, como Támara anteriormente, le había parecido un milagro increíble.
Pero aun en la reclusión de la
En toda su actividad no dejaba de preocuparse de su apariencia personal. En el cuello de su mameluco, bajo su corbata multicolor, siempre se veía algo impecable de lino blanco. Clara no sabía que esa era una pechera, otra invención de Rostislav y consistía en una trigésima segunda parte de una sábana del gobierno.
La gente joven que Clara había conocido en libertad siempre había logrado crédito en cargos oficiales, se habían vestido bien, movían y conversaban circunspectos, como para no hacerse notar demasiado. Con Ruska, Clara sintió que se rejuvenecía, y que ella también deseaba ser despreocupada. Secretamente lo veía con creciente simpatía. No creía que él y el amable Zemelya fuesen esos perros peligrosos contra quienes le habían advertido. Deseaba saber más de Ruska, de los hechos malignos por los que había sido castigado, y si tenía una larga condena que servir. Era claro que no estaba casado. No podía dedicarse a preguntarle las otras cuestiones; imaginaba que debían ser muy penosas desde que le recordarían su abominable pasado que quería olvidar para reformarse.