Deseando prolongar ese feliz momento de confidencias, sin moverse del escalón donde había estado la fregona, puso sus manos enguantadas en el hombro de su cuñado y lo cubrió de preguntas que hacía tiempo tenía entre pecho y espalda.
Innokenty no se apresuró a responder. Abandonando su fachada de cemento, simplemente miró a su cuñada. Y repentinamente dijo: —Y yo tengo una pregunta para ti, Clarita querida. ¿Por qué eras una chiquilla antes de la guerra? ¿Te imaginas con el gusto con que me hubiera casado contigo?.
Clara se ruborizó, se alejó y retiró la mano de su hombro.
Bajaron la escalera.
Sin embargo, ella obligó a Innokenty a responder a sus preguntas.
Esa conversación había tenido lugar el verano pasado y al mismo tiempo Clara estaba llenando cuestionarios. Los antecedentes de su familia eran impecables, sus vidas hasta entonces habían estado iluminadas incluso por la prosperidad, sin mácula de ningún acto desgraciado. El cuestionario fue aprobado y entró por el portón de la guardia misterioso del Instituto de Mavrino, de investigaciones secretas.
LOS PERROS DEL IMPERIALISMO
Clara y otras muchachas que se habían graduado en el Instituto de Comunicaciones pasaron por las sesiones temibles de adoctrinación del mayor Shikin.
Aprendió que estaría trabajando entre los más formidables de todos los espías, los perros del imperialismo mundial.
Clara fue asignada al laboratorio de Vacío. Era el que hacía una cantidad de tubos al vacío para los otros laboratorios. Los tubos electrónicos eran primero soplados en la salita de soplido de cristal; luego en el laboratorio propiamente dicho, un cuarto grande y oscuro, eran vaciados de aire por tres bombas vacío silbantes. Las bombas como los armarios dividían la sala. Aun durante el día estaba iluminada con luz eléctrica. El piso era de lajas de piedra y había una constante resonancia de la gente que caminaba y de las sillas que eran arrastradas. En cada bomba, un zek especialista en vacío trabajaba ardorosamente. En otras partes otros zeks estaban sentados en escritorios. Había sólo otros dos empleados libres: una muchacha llamada Támara y el jefe del laboratorio, que llevaba su uniforme de capitán
Clara fue presentada a él en la oficina de Yakonov. Era un judío con un cierto aire de indiferencia, viejo y gordo. Sin ninguna advertencia sobre los peligros que la esperaban, le pidió que lo siguiera. En las escaleras dijo: —Usted no sabe nada ni puede hacer nada, ¿no es cierto?
Me refiero a su profesión.
Clara replicó vagamente. Como si fuera poco el miedo, le faltaba la humillación de demostrar que no sabía nada y que todo el mundo se burlara de ella.
De manera que entró como si hubiese entrado en una jaula de bestias feroces, en el laboratorio habitado por monstruos de mamelucos azules.
Los tres especialistas del vacío caminaban alrededor de sus bombas realmente como fieras encarceladas; tenían que llenar un cometido urgente y era la segunda noche que no lo dejaban dormir. Pero el mediano, un hombre de alrededor de cuarenta años, con un aire cansado, sin afeitar y adormilado, alcanzó a sonreír y decir: —¡Bueno, bueno, refuerzos!
Todo el miedo de la muchacha desapareció. Había tal simplicidad comunicativa en esa exclamación, que sólo con un gran esfuerzo pudo contener una sonrisa en respuesta.
El más joven, con la bomba más pequeña, también detuvo su labor. Era muy joven y tenía un rostro alegre, ligeramente malicioso, con grandes ojos inocentes. Su mirada a Clara expresó que había sido tomado por sorpresa.
Él más anciano, Dvoyetyosov, de cuya enorme bomba del fondo de la sala salía un rugido particularmente alto, era un hombre alto y desproporcionado, con una panza fláccida. Miraba despectivamente a Clara y desapareció detrás de los gabinetes como para esquivar la vista de tal abominación.
Más tarde Clara supo que era así con todos los empleados libres y que cuando los jefes entraban en las salas producía con su bomba un ruido tal que tenían que gritar para que los oyera. Era de apariencia descuidada y podía llegar con un botón del pantalón colgando o con un agujero en las medias. Cuando las muchachas estaban presentes comenzaba á rascarse bajo su guardapolvo. Le encantaba decir: —Aquí estoy en casa en mi propio país, ¿por qué tengo que preocuparme?