Читаем En el primer cí­rculo полностью

Este edificio de departamentos estaba siendo construido en dos cuartos de círculo de ocho pisos de alto, divididos por la calle Bolshaya Kaluzhkaya. En ambas Unidades, un ala daba frente a la Bolshaya Kaluzhkaya y otra al camino de cintura. Una torre de dieciséis pisos estaba planeada con un solano en el techo y una estatua de diez metros de la mujer de las granjas colectivas. El andamio estaba aún en el edificio y mucho trabajo de ladrillería, faltaba hacer. Sin embargo, y dada la impaciencia de los dueños, la oficina de construcciones había apurado la entrega a los poseedores, estando la segunda ala por completarse todavía. Era una de las que daba al camino de cintura y consistía en una escalera con departamentos abiertos de cada lado.

La construcción estaba rodeada, como siempre lo están en una calle ajetreada, por una sólida cerca de madera. Las hileras de alambrado de púa en el tope de la cerca y los feos mangrullos de observación no eran notables para los paseantes; y para quienes vivían enfrente, ya eran una vista familiar y tampoco los notaban.

La familia del fiscal cruzó el patio y fue al otro costado del edificio. Allí no había ya alambrado. La Sección terminada ya estaba fuera de la "zona" de trabajo. Más abajo, en la entrada principal, salió a su encuentro un amable capataz y un soldado a quien Clara no prestó atención. Todo había sido completado. Las pinturas se habían secado. Los llamadores de las puertas estaban lustrados. Estaban colocados los números de los departamentos. Los vidrios de las ventanas ya se habían limpiado y sólo quedaba una sucia mujer, cuyo rostro no se veía, que lavaba las escaleras.

—¡Cuidado allí! — gritó el capataz. La mujer se detuvo y se corrió hacia un lado, haciendo lugar a la persona que llegaba hasta ella porque había sólo sitio para uno. No distinguió su rostro porque no levantó la cabeza del balde donde flotaba en agua gris el trapo de piso.

El fiscal pasó.

El capataz pasó.

Y con un remezón de su corta y bella pollera, pasó la mujer del fiscal casi rozando la cara de la fregona.

Y la mujer sin poder soportar más esa seda y ese perfume, continuando agachada, levantó la cabeza para ver si había más gente para pasar.

Su ardiente y despectiva mirada convirtió a Clara en cenizas. Manchada con agua sucia, tenía la cara de una intelectual.

Clara no sólo experimentó la vergüenza que uno siempre siente al pasar junto a una mujer lavando el piso, sino que viendo su pollera raída y su saco manchado de algodón saliendo de sus orillos, agregó a la vergüenza, horror. Se acercó y abrió su cartera. Deseaba vaciarla y dársela al ser humano agachado, pero no se atrevió.

—¡Bueno, pasa! — dijo airada la mujer...

Sosteniendo la falda de su vestido elegante y su saco rojo oscuro, Clara corrió escaleras arriba.

En el departamento nadie estaba lavando el piso, porque era de parquet.

Les gustó el departamento. La madre de Clara dio al capataz algunas instrucciones para alterar la disposición un poco. Estaba disgustada porque en una de las habitaciones el parquet estaba craqueado. El capataz pisó atrás y adelante dos o tres listones y aseguró que haría fijar el piso.

—¿Quiénes están haciendo todo este trabajo? — preguntó Clara bruscamente.

El capataz superintendente sonrió y no dijo nada. Su padre le contestó: —Prisioneros. ¿Quién si no?

Cuando bajaron la mujer no estaba ya allí. El soldado de afuera también se había ido.

En pocos días se mudaron allí.

Pasaron cuatro años de ese incidente y Clara aún no podía olvidarlo, ni a la mujer fregando las escaleras. Cuando subía al departamento siempre usaba el ascensor; cuando a veces ocasionalmente no andaba, siempre se hacía a un lado cuando llegaba al lugar del encuentro, como si temiese pisar a la fregona. Era raro pero no podía evitarlo.

Desde el primer día de su regreso, su padre no pudo reconocer en Clara de posguerra la pequeña niña que había dejado cuatro años antes. Siempre había mirado a sus dos hermanas mayores como espectaculares pero triviales y asumía que Clara era reflexiva y seria. Pero había llegado a tener toda clase de ideas erradas, a ser reflexiva, pero en el sentido contrario. En alguna parte había encontrado una serie de historias terribles que le gustaba contar en la mesa. Las historias en sí no eran demasiado tremendas, sino que había adquirido la costumbre de generalizar cada caso que no era típico. Después de una de esas historias el viejo fiscal golpeó en la mesa y dejó su silla sin terminar de comer.

Clara no tenía con quién hablar. Año a año vivió con una pila de preguntas sin respuesta.

Una vez, descendiendo las escaleras con su cuñado, no pudo contenerse. Cuando lo dejó a un costado en el lugar donde esquivaba a la invisible fregona, Inokenty lo percibió y le preguntó qué estaba haciendo. Clara dudó, sintiendo que podría parecer loca. Luego le contó.

Siempre sofisticado y burlón, el muchacho oyó su historia pero no se rió. Le tomó ambas manos, su mirada se iluminó y dijo: —Pequeña Clara, ¿empiezas a comprender?

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