—¡Natalochka! — le estrechaba las manos—. Si tomas en cuenta los años que han pasado de la condena, no nos quedan muchos que esperar ya. Apenas tres años. Sólo tres.
—Sólo tres —interrumpió ella indignada, sintiendo temblar a su voz, sabiendo que perdía el control—. ¡Sólo tres! Para ti, ¡solo! Para ti ser liberado ahora mismo sería indeseable. Vives entre amigos. Estás trabajando en lo que te gusta. No eres presionado por nadie. Yo en cambio he sido despedida y no tengo nada de qué vivir. No me tomarán en ninguna parte. No puedo seguir. No tengo más fuerzas. No puedo sobrevivir un mes más. Lo mejor para mí sería morirme. Mis vecinos me persiguen todo lo que quieren, giraron mi baúl afuera, arrancan mis estantes de la pared, saben que no me atreveré a quejarme a nadie. Saben que pueden hacerme echar de Moscú. He dejado de ir a ver a mi hermana, a mi tía Zhenya; todas se burlan de mí, dicen que no conocen a nadie tan tonta como yo y me urgen a que me divorcie y me vuelva a casar. ¿Cuándo va a acabar todo esto? Mira cómo estoy de vieja. Tengo sólo treinta y siete años de edad, ¿sabes? En tres años seré una anciana. Llego a casa y no cocino mi cena, no limpio mi cuarto, estoy harta de hacerlo. Caigo sobre la cama y yazgo allí sin fuerzas. Larik, querido mío, por favor haz algo para ser liberado. Tienes una mente brillante. Inventa algo por favor. ¡Sálvame! ¡Sálvame!
No había tenido la intención de decir todo eso. Su corazón estaba roto en pedazos. Acariciando y besando la mano de su esposo, dejó caer su cabeza sobre la áspera mesa, donde ya tantas lágrimas se habían secado; una mesa de lágrimas.
—¡Por favor, cálmese! — dijo el guardia solícito, mirando la puerta abierta.
La cara de Gersimovich se retorció y se heló y sus anteojos brillaron demasiado. Ese llanto había sido oído indebidamente a lo largo y ancho del corredor. El teniente coronel miraba amenazante de pie en el vano de la puerta, fijando su mirada aniquilada en la espalda curvada de la mujer y él mismo cerró la puerta.
Los reglamentos no especificaban que las lágrimas estaban prohibidas, pero, en una interpretación más elevada de la ley, no era el lugar para exhibirlas.
ENTRE LOS JÓVENES
No hay nada complicado al respecto. Se disuelve el cloruro de cal y se aplica con el pincel en el pasaporte: chic-chic. Lo único que hay que saber es cuánto tiempo dejarlo y cuándo quitarlo.
—¿Bien y qué se hace después?
—Se deja secar y no quedan trazas, es limpio y parece nuevo, de modo que escribes el nombre que quieres. Sidorov o Petrushin, nacido en la ciudad de Kriushi.
—¿Y nunca lo agarraron?
—¿Por eso? ¡Clara Petrovna! — o quizás— ¿me permitiría usted, tamaña osadía?
—¿Qué?
—Llamarle Clara, ¿cuándo nadie oiga?
—¡Llámeme así!
—Bueno, le diré; la primera vez que me arrestaron era un inocente e indefenso joven. Pero la segunda vez, ¡ja, ja! Estaba en la lista de toda la Unión Soviética, en los duros años de fines de 1945 hasta el final del 47. Eso significaba que no sólo tenía que falsificar mi pasaporte, mi registro de residencia, sino también mi certificado de trabajo y mi cupón de racionamiento de alimentos y también el documento que me permitía comprar en un comercio determinado. Y además obtenía cupones extras para comprar pan, que vendía y eso me permitía vivir.
—Pero eso está muy mal.
—No he dicho que esté bien. Me forzaron, no lo inventé yo.
—Pero podrías haber trabajado simplemente.
—Trabajando simplemente no da mucho rendimiento. "Del trabajo del justo no se han hecho palacios de piedra." ¿Y de qué hubiera trabajado? No tenía especialidad alguna. No me agarraron pero tenía mis faltas.
En Crimea una muchacha de sección pasaporte... y... no vaya a creer que tuve algo que ver con ella. Me tenía compasión y me reveló el secreto sobre el número de serie de mi pasaporte y de ciertas letras que indicaban que yo había vivido en un territorio ocupado.
—pero no era cierto.
—No, no había sido así, pero el pasaporte no era mío. Por eso
tuve que comprar uno nuevo.
—¿Dónde?
—¡Clara! Vivió usted en Tashkent y estuvo en el bazar Tezikov ¿y me pregunta dónde? Me iba a comprar una condecoración de la Bandera Roja pero el tipo que me la vendía me pidió veinte mil rublos más y yo sólo tenia dieciocho y el testarudo insistía en veinte mil o nada.
—¿Pero para qué quería usted una condecoración?
—¿Para qué quiere alguien una condecoración? Para lucirme, como soldado del frente. Si tuviera una cabeza fría como la suya...
—¿De dónde saca la idea de que tengo una cabeza fría?
—Fría, sobria y de un aspecto tan... inteligente.
—¡Oh, vamos!.
.-De veras. Siempre he soñado conocer una muchacha con cabeza fría.
—Si Por qué?
—Porque soy impulsivo y audaz y ella me detendría cuando fuera a hacer tonterías.
—Muy bien continúe usted con su relato, por favor.