Читаем En el primer cí­rculo полностью

Su guardia era un muchachón simple y plácido. No le importó que se besaran. Incluso se sentía embarazado de estar interfiriendo en la entrevista entre ambos. Hubiera deseado volverse hacia la pared y quedarse allí durante la media hora, pero no era posible; Klimentiev había ordenado que todas las siete puertas de los cuartos de interrogatorios quedasen abiertas de manera que él pudiese vigilar a los guardias desde el corredor.

Al teniente coronel tampoco le importaba que sus prisioneros y sus mujeres se besaran. Sabía que no se revelarían ningún secreto de Estado como resultado, pero se preocupaba por sus propios guardias prisioneros, algunos de los cuales eran informantes y podían contar historias, incluso sobre él mismo.

Gerasimovich y su esposa se besaron.

No era la clase de beso que se hubieran dado en su juventud. Este beso robado a las autoridades y al destino era descolorido, insípido e inodoro; el pálido beso que uno puede cambiar con una persona muerta en un sueño.

Se sentaron separados por la mesita con un tablero rugoso de madera terciada usado para los interrogatorios.

Ésta mesita tosca tenía una historia más rica que muchas vidas humanas. Por muchos años la gente se había sentado ante ella sollozando, estremecidos de terror, luchando con un sueño devastador, hablando con orgullosas palabras de ira, o firmando denuncias que aniquilaban a alguien cercana. Generalmente no se les daba a los prisioneros lápices ni lapiceras y muy rara vez hacían declaraciones escritas a mano. Pero habían dejado marcas en la rispida superficie de la mesa, extrañas, con onduladas o angulosas grafías, que de una misteriosa manera preservaban el subconsciente retorcido de sus almas.

Gerasimovich miró a su mujer.

Su primer pensamiento fue qué poco atractiva era ya. Sus ojos estaban sumidos. Había arrugas en sus ojos y labios. El pellejo de su rostro era flácido... y Natasha parecía no prestar ninguna atención ya. Su ropa era de antes de la guerra y hacía tiempo que debería haberla, por lo menos, dado vuelta. La piel del cuello caía chata y raída, y su bufanda era vieja, de los tiempos cuando la compraron con un cupón, en un konsomol sobre el río Amur y la había usado en Leningrado cuando iba al Neva para buscar agua.

Gerasimovich suprimió el pensamiento indigno que surgía desde las profundidades de su ser sobre su fea mujer. Delante de él había una mujer, la única en el mundo que era su mitad. Delante de él estaba una mujer, la única que compartía sus recuerdos. ¿Qué muchacha por más atractiva, fresca y joven, podía no ser una perfecta extranjera para él, con sus propias recolecciones diferentes y quién podía significar más que su mujer para él?

Natasha no tenía ni dieciocho años cuando se conocieron por primera vez en una casa de Srednaya Podyacheskaya, en el puente de Luiny, el día de año nuevo de 1930. Seis días más tarde harían ya veinte años.

Natasha tenía justo diecinueve cuando lo arrestaron la primera vez. Por sabotaje.

Gerasimovich empezó a trabajar como un ingeniero en una época en que la palabra "ingeniero" era casi sinónimo de la palabra "enemigo" y cuando era rutina sospechar de ellos como "saboteadores". Apenas se había graduado del instituto y llevaba lentes para su miopía, que lo hacían parecer exactamente como el intelectual pintado en los carteles de espías de la década del treinta. A quien debía y a quien no saludaba cortésmente en su juventud con una voz muy suave y diciendo perdóneme. En los mítines conservaba un silencio absoluto y se quedaba sentado como una laucha. Y no podía averiguar por qué irritaba tanto a los demás.

Pero a pesar de que trataron de preparar un buen caso contra él, apenas lograron que lo condenaran a tres años. Cuando arribó al río Amur fue dejado sin vigilancia de inmediato. Su novia se le reunió allí y se casaron.

Era rara la noche en que ambos no soñaran con Leningrado. Y estaban listos para volver allí en 1935. Pero nuevas olas de presos comenzaron a llegar en esa dirección

Natalya Pavlovna también observaba a su esposo con atención. Había habido un tiempo en que miraba los cambios de su cara, visto cómo los labios se hacen duros, los ojos se volvían fríos, aun crueles, detrás de sus lentes. Illarion Pavlovich dejó de molestar a la gente y dejó de recitar "con su permiso". Constantemente era reprochado por su pasado. Era echado de un lugar y tomado en otro con trabajos inadecuados para una persona de su educación. Los llevaron de lugar en lugar, pasaron penurias, perdieron una hija y un hijo. Y finalmente decidió arriesgar todo y regresó a Leningrado. Arribaron en junio de 1941.

Allí encontraron aún más difícil que nunca lograr vivir en unas circunstancias tolerables. El cuestionario de seguridad del esposo colgaba de él como una advertencia. Sin embargo el fantasma de laboratorio creció más fuerte que antes por la ardua tarea física que debió tomar por falta de otra cosa mejor. Sobrevivió el trabajo de trincheras penosamente. Con la primera nieve se convirtió ¡en un sepulturero!

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