—En realidad, no existe tal directiva —dijo Hollus—. Te ayudaría si pudiese.
—Pero debes conocer la cura para el cáncer. Con todo lo que sabéis sobre el ADN y el funcionamiento de la vida… debéis conocer la cura para algo tan simple como el cáncer.
—El cáncer también azota a mi gente. Ya te lo dije.
—¿Y los wreeds? ¿Qué hay de los wreeds?
—A el os también. El cáncer es, bien, un hecho de la vida.
—Por favor —dije—. Por favor.
—No hay nada que yo pueda hacer.
—Tienes que hacer algo —dije. Mi voz se iba haciendo más estridente; odiaba cómo sonaba… pero no podía detenerme—. Tienes que hacerlo.
—Lo lamento —dijo el alienígena.
De pronto me puse a gritar, mis palabras rebotando en los expositores de vidrio.
—Maldición, Hollus. Maldita sea. Yo te ayudaría si pudiese. ¿Por qué no me ayudas?
Hollus guardó silencio. ¡
—Tengo esposa. Y un hijo.
Las voces gemelas del forhilnor reconocieron ese hecho.
—«Lo» «sé».
—Así que ayúdame, maldito seas. ¡Ayúdame! No quiero morir.
—Yo tampoco quiero que mueras —dijo Hollus—. Eres mi amigo.
—¡Tú no eres mi amigo! —grité—. Si fueses mi amigo, me ayudarías.
Supuse que desaparecería, supuse que la proyección holográfica se apagaría, dejándome solo con los antiguos restos de la explosión cámbrica. Pero Hollus se quedó conmigo, esperando con tranquilidad, mientras yo me desmoronaba y empezaba a l orar.
Hollus desapareció por ese día como a las 4:20 de la tarde, pero yo me quedé, trabajando en el despacho. Me sentía avergonzado, repugnado por el espectáculo.
El final se acercaba; lo sabía desde hacía meses.
¿Por qué no podía comportarme con mayor valentía? ¿Por qué no podía encararlo con mayor dignidad?
Era hora de atar los cabos sueltos. Lo sabía.
Gordon Small y yo no nos habíamos hablado desde hacía treinta años. En la infancia éramos buenos amigos, viviendo en la misma calle de Scarborough, pero tuvimos una desavenencia en la universidad. El opinaba que yo le había agraviado terriblemente; yo opinaba que él me había agraviado terriblemente. Durante los diez años posteriores a nuestra pelea probablemente pensaba en él al menos una vez al mes. Todavía seguía furioso por lo que me había hecho, y, cuando me quedaba despierto en la cama por las noches, mi mente repasaba todas las cosas por las que podía sentirme mal y Gordon siempre aparecía.
Claro está, en mi vida tenía otros muchos asuntos sin resolver, relaciones de todo tipo que deberían concluirse o repararse. Sabía que jamás me ocuparía de alguna de el as.
Por ejemplo, estaba Nicole, la chica que dejé plantada la noche de nuestro baile de graduación. Nunca había podido explicarle la razón —que mi padre se había emborrachado y había empujado a mi madre escaleras abajo, y que yo había pasado la noche en urgencias del Scarborough General. ¿Cómo podía decirle tal cosa a Nicole?—. Pensándolo más tarde, claro, quizá debí haberle dicho que mi madre se había caído y que la había llevado al hospital, pero Nicole era mi novia, y quizás hubiese querido visitar a mi madre, así que en lugar de eso, mentí y dije que había tenido un problema con el coche, y me pillaron mintiendo y nunca pude explicarle lo que había sucedido realmente.
Estaba también Bjorn Amundsen que, en la universidad, me había pedido prestados cien dólares pero nunca me los había devuelto. Yo sabía que él era pobre; sabía que, al contrario que yo, no recibía ayuda de sus padres; sabía que habían rechazado su petición de una beca. Necesitaba los cien dólares más que yo; de hecho, siempre los necesitó más que yo y nunca había podido devolvérmelos. Portándome como un estúpido, en una ocasión hice un comentario respecto a él diciendo que era un mal riesgo. Él decidió evitarme en lugar de admitir que no podía devolver el préstamo. Yo siempre había pensado que no podía ponerse precio a la amistad pero, en ese caso, resultó que yo sí podía —y no eran más que unos míseros cien dólares—. Me hubiese encantado disculparme ante Bjorn, pero no tenía ni idea de qué había sido de él.
Y también estaba Paul Kurusu, un estudiante japonés del instituto, al que en una ocasión, en medio de un ataque de furia, insulté con un término racista —la única ocasión en mi vida en que he hecho tal cosa—. Me miró con dolor en los ojos; evidentemente había oído términos similares de otros, pero se suponía que yo era su amigo. No tengo ni idea de qué me pasó, y siempre había querido decirle cómo lo lamentaba. Pero cómo sacas ese tema tres décadas después.
Pero tenía que hacer las paces con Gordon Small. No podía… no podía ir a la tumba con ese asunto sin resolver. Gordon se había mudado a Boston a principio de los años ochenta. Llamé a información. Había tres Gordon Smal en Boston, pero sólo uno con la inicial
Apunté el número, volví a marcar el nueve para tener línea exterior, marqué mi código de llamadas de larga distancia y a continuación el número de Gordon. Me contestó una niña.
—¿Hola?
—Hola —dije—. ¿Podría hablar con Gordon Small?