No estaba seguro de qué quería hacer.
Podría ver la tele, pero…
Pero, Dios, ¿cuánto tiempo de mi vida había malgastado viendo la televisión? Un par de horas cada noche, eso harían 700 horas al año. Por cuarenta años; mi familia había comprado su primer televisor en blanco y negro en 1960. Eso da 28.000 horas, o…
Dios mío.
Son tres años.
En tres años más, Ricky tendría nueve. Daría cualquier cosa por verlo. Daría lo que fuese por recuperar esos tres años.
No, no, no iba a ver la tele.
Podría leer un libro. Siempre había lamentado no haber pasado más tiempo leyendo por placer. Oh, pasaba una hora y media cada día en el metro leyendo monografías científicas y copias impresas de grupos de noticias relacionados con el trabajo, intentando mantenerme al día, pero había pasado mucho tiempo desde que había abierto una buena novela. En las navidades me habían regalado
Cuando Susan salía yo solía pedir una pizza, una de las grandes y picantes de Dante's, al que un periódico local había dado un premio a la pizza más pesada —una Dante's con pepperoni Schneider, tan picante que seguirías teniéndola en el aliento dos días después—. A Susan no le gustaban las Dante's —l enaban demasiado, eran demasiado picantes— así que cuando ella me acompañaba, pedíamos una normal de esa institución de Toronto, Pizza Pizza.
Pero la quimioterapia me había arrebatado la mayor parte de mi apetito; no podía enfrentarme a la pizza de nadie.
Podría ver una película porno; teníamos un par de cintas, compradas como travesura unos años antes, pero que rara vez veíamos. Pero no. La quimio también había eliminado gran parte de ese deseo, por triste que sea decirlo.
Me senté en el sofá y miré a la repisa de la chimenea, llena de fotografías enmarcadas: Susan y yo el día de nuestra boda; Susan acunando a Ricky, poco después de que le adoptásemos; yo en las Badlands de Alberta, sosteniendo una piqueta; la fotografía de autor en blanco y negro de mi libro,
Mi familia.
Mi vida.
Me recliné. El tapizado del sofá estaba gastado; lo habíamos comprado justo después de casarnos. Aun así, debería haber durado más…
Estaba completamente solo.
La oportunidad podría no presentarse de nuevo.
Pero no podía. No podía.
Había pasado toda mi vida siendo un racionalista, un humanista laico, un científico.
Dicen que Cari Sagan mantuvo su ateísmo hasta el final. Incluso mientras agonizaba, no se arrepintió, no admitió la posibilidad de que hubiese un Dios personal al que le importaba de una forma u otra si vivía o moría.
Y sin embargo…
Y sin embargo, había leído su novela
¿O no? Carl no estaba más obligado a creer en lo que escribió en su única obra de ficción de lo que George Lucas está obligado a creer en la Fuerza.
Stephen Jay Gould también había luchado contra el cáncer; en julio de 1982 se le había diagnosticado mesotelioma abdominal. Tuvo suerte; ganó. Gould, como Richard Dawkins, defendía una visión puramente darwiniana de la naturaleza —incluso si el os dos no podían ponerse de acuerdo en los detalles precisos—. Pero si la religión había ayudado a Gould a superar su enfermedad, nunca lo dijo. Aun así, después de su recuperación, había escrito un nuevo libro,
Y ahora era mi turno.
Aparentemente Sagan había permanecido fiel hasta el final. Parecía que Gould quizás había vacilado, pero finalmente había regresado a su viejo yo, el racionalista perfecto.
¿Y yo?
Sagan no había tenido que lidiar con la visita de un alienígena cuya teoría de gran unificación señalaba la existencia de un creador.
Gould no había sabido de formas de vida avanzadas de Beta Hydri y Delta Pavonis que creían en Dios.
Pero yo sí.