—Un segundo —dijo la niña. Luego gritó—: ¡Abuelo!
Abuelo. Ahora era abuelo —un abuelo a los cincuenta y cuatro. Era ridículo; había pasado tanto tiempo. Estaba a punto de colgar cuando hablaron.
—¿Hola?
Dos sílabas, eso era todo:—pero le reconocí de inmediato. El sonido hizo que los recuerdos regresasen en torrente.
—Gord —dije—, soy Tom Jericho. Se produjo un silencio de asombro durante unos segundos, y luego una respuesta helada.
—Ah.
Al menos, no colgó el teléfono. Quizá pensaba que alguien había muerto —un amigo común, alguien del que querría saber, alguien que significaba tanto para los dos que yo querría dejar de lado nuestras diferencias para hacerle saber cuándo sería el funeral, alguien de la vieja banda, el viejo vecindario.
Pero él no dijo nada más. Sólo «ah». Y luego esperó a que yo siguiese hablando.
Gordon vivía ahora en Estados Unidos, y yo conocía bien a los medios de comunicación estadounidenses: en cuanto un alienígena apareció en suelo americano — había un forhilnor vagando por los juzgados de San Francisco y otro visitando un hospital psiquiátrico en Charleston— no se haría mención a nada que sucediese fuera de Estados Unidos; si Gordon sabía de Hollus y de mí no dio muestras de ello.
Evidentemente, había ensayado lo que quería decir, pero su tono —la frialdad, la hostilidad— me ató la lengua. Finalmente solté:
—Lo siento.
Podría habérselo tomado de muchas formas: siento molestarte, siento haber interrumpido lo que estuvieses haciendo, lamento oír lo que sea que te entristece ahora, lamento que un viejo amigo esté muerto —o, claro, en el sentido real: lamento lo que sucedió, la cuña que habíamos interpuesto entre los dos hace décadas—. Pero no iba a ponérmelo fácil.
—¿Porqué?—dijo.
Exhalé, probablemente con bastante estrépito,. sobre el auricular.
—Gord, antes éramos amigos.
—Hasta que me traicionaste, sí.
Por tanto, así iba a ser. No había reciprocidad; ninguna muestra de que cada uno había agraviado al otro. Todo era culpa mía, por completo obra mía.
Sentí que la furia hervía en mi interior; durante un momento, quise soltarme, decirle cómo me había hecho sentir lo que él había hecho, decirle cómo había l orado —llorado literalmente— por la furia, la frustración y la agonía después de que se hubiese desintegrado nuestra amistad.
Cerré los ojos durante un momento para calmarme. Había llamado para dar carpetazo, no para reiniciar una vieja pelea. Sentí dolor en el pecho; el estrés siempre lo amplificaba.
—Lo lamento —dije de nuevo—. Me molestaba, Gord. Año tras año. Nunca debí hacer lo que hice.
—Esto lo puedes dar por seguro —dijo.
Pero no podía aceptar toda la culpa; en mí todavía quedaba algo de orgullo, o una emoción similar.
—Esperaba —dije—, que nos disculpásemos mutuamente.
Pero Gordon rechazó la idea.
—¿Por qué me llamas? Después de tantos años…
No quería decirle la verdad:
«Bien, Gord… o, es así: pronto estaré muerto, y…»
No. No, no podía decirlo.
—Simplemente quería arreglar un viejo asunto.
—Es un poco tarde para eso —dijo Gordon.
No, pensé. Al año siguiente será demasiado tarde. Pero, mientras estemos vivos, no es demasiado tarde.
—¿Me contestó el teléfono tu nieta? —dije.
—Sí.
—Tengo un chico de seis años. Su nombre es Ricky… Richard Blaine Jericho —dejé que el nombre permaneciese en el aire. Gordon también era un gran fan de
No dijo nada, así que pregunté:
—¿Cómo te va, Gord?
—Bien —dijo—. Llevo casado treinta y dos años; dos hijos y tres nietos —esperé a que plantease la pregunta recíproca; un simple «¿Y tú?» hubiese bastado. Pero no lo hizo.
—Bien, eso era todo lo que quería decir —dije—. Sólo que lo lamento; que me gustaría que las cosas no hubiesen ido como fueron —era demasiado añadir «que deseo que todavía fuésemos amigos», así que no lo hice. En lugar de eso, añadí—: Espero… espero que el resto de tu vida sea genial, Gord.
—Gracias —dijo. Y luego. Después de una pausa que pareció interminable—. La tuya también.
Mi voz iba a acabar rompiéndose si seguía al teléfono más tiempo.
—Gracias —dije. Y luego—: Adiós.
—Adiós, Tom.
Y el teléfono enmudeció.
24
Nuestra casa en El erslie tenía casi cincuenta años. Le habíamos añadido aire acondicionado central, un segundo baño, y la tarima que Tad y yo habíamos construido hacía unos veranos. Era un buen hogar, lleno de recuerdos.
Pero en ese momento estaba completamente solo en la casa —y eso era extraño.
Parecía que ya no estaba solo casi nunca. Hollus me acompañaba prácticamente siempre en el trabajo, y cuando él no estaba, los otros paleontólogos y estudiantes graduados danzaban a mi alrededor. Y excepto por la iglesia, Susan muy pocas veces me dejaba solo en casa. Yo no sabía si estaba intentando aprovechar al máximo el tiempo que nos quedaba o simplemente temía que me hubiese deteriorado tanto que no pudiese defenderme sin ella incluso durante unas horas. Pero era raro que estuviese solo en casa, sin Susan y sin Ricky.