Christine miraba algo en la web; levantó una mano para indicarme que fuese paciente un momento más. De las paredes de su despacho colgaban hermosos textiles. Había una armadura tras la mesa de Christine; desde que nuestra sala de armas —que yo siempre había considerado como una exposición bastante popular— había sido eliminada para dejar sitio a una de las habituales exposiciones de Christine para divertir al populacho, teníamos más armaduras de las que podíamos encajar. Christine también tenía una paloma mensajera disecada (el Centro de Biodiversidad y Biología de Conservación del RMO —una entidad para todo formada por la combinación de los antiguos departamentos de ictiología, herpetología, mammalogía y ornitología— tenía unas cincuenta). Tenía también un conjunto de cristales de cuarzo tan grande como un horno de microondas, recuperado de la Galería de Biología; un hermoso Buda de jade, como del tamaño de una pelota de baloncesto; un vaso funerario egipcio y, evidentemente, un cráneo de dinosaurio —un molde en fibra de vidrio de
Christine le dio al ratón, minimizando la ventana del navegador, y al fin me dedicó toda su atención. Hizo un gesto con la palma abierta hacia una de las tres sil as giratorias de piel que miraban a la mesa. Me senté en la de en medio, sintiendo algo de trepidación; Christine tenía la política de jamás ofrecer asiento si la reunión iba a durar poco.
—Hola, Tom —dijo. Puso cara de preocupación—. ¿Cómo te sientes?
Me encogí ligeramente de hombros; no había mucho que decir.
—Tan bien como es de esperar, supongo.
—¿Sufres mucho dolor?
—Va y viene —dije—. Tengo unas pastil as que ayudan.
—Bien —dijo. Guardó silencio durante un tiempo; en el caso de Christine era anormal, porque normalmente parecía tener mucha prisa. Finalmente volvió a hablar—. ¿Cómo está Suzanne? ¿Lo está l evando bien?
No la corregí con respecto al nombre de mi mujer.
—Se las arregla. Hay un grupo de apoyo que se reúne en la biblioteca pública de Richmond Hill; va a las reuniones una vez por semana.
—Estoy segura de que le conforta.
No dije nada.
—¿Y Richie? ¿Cómo está él?
Dos seguidos eran demasiado.
—Se llama Ricky —dije.
—Ah, lo lamento. ¿Cómo está?
Volví a encogerme de hombros.
—Está asustado. Pero es un niño valiente.
Christine hizo un gesto hacia mí, como si eso sólo tuviese sentido sabiendo quién era el padre de Ricky. Incliné la cabeza agradeciendo el cumplido no expresado. Luego volvió a guardar silencio durante un tiempo.
—He estado hablando con Petroff en Recursos Sanitarios. Dice que tu cobertura es completa. Podrías acogerte a una baja completa y recibir el ochenta y cinco por ciento de tu salario.
Parpadeé y sopesé con cuidado mis siguientes palabras.
—No estoy seguro de que sea obligación tuya discutir mi protección social con nadie.
Christine levantó ambas manos, con las palmas hacia fuera.
—Oh, no hablé de tu situación en particular. Sólo pregunté por el caso general de un empleado que padezca can… una enfermedad importante —había empezado a decir, «cáncer», claro, pero no había conseguido emplear la palabra. Luego sonrió—. Y estás cubierto. No tienes que trabajar más.
—Lo sé. Pero quiero trabajar.
—¿No preferirías pasar el tiempo con Suzanne y Rich… Ricky?
—Susan tiene su trabajo, y Ricky está en primero; pasa todo el día en la escuela.
—Aun así, Tom, piensa… ¿no es hora de que te enfrentes a los hechos? Ya no estás en condiciones de dar el cien por cien en tu trabajo. ¿No es hora de aceptar la baja?
Sufría dolor, como siempre, y eso me hacía más difícil controlar la furia.
—No quiero ninguna baja —dije—. Quiero trabajar. Maldición, Christine, mi oncóloga dice que es bueno para mí que venga a trabajar todos los días.
Christine agitó la cabeza, como entristecida por no poder apreciar la visión amplia.
—Tom, yo tengo que pensar en lo mejor para el museo —respiró profundamente—. Seguramente conoces a Lil ian Kong.
—Claro.
—Bien, sabes que dimitió como conservadora de fósiles de vertebrados en el Museo Canadiense de Naturaleza para…
—Para protestar por los recortes gubernamentales en museos; sí, lo sé. Se fue a la Universidad de Indiana.
—Exacto. Pero me han l egado rumores de que allí no está contenta. Creo que si me doy prisa podría atraerla al RMO. Sé que el Museo de las Rocosas la quiere también, así que no va a estar disponible durante mucho tiempo…
No terminó la frase, esperando que yo la completase por el a. Enderecé al espalda y no dije nada. Ella pareció tomarse a mal tener que dejarlo claro.
—Y, bien, Tom, tú vas a dejarnos.
Se me pasó un chiste viejo por la mente: los viejos conservadores nunca mueren; simplemente se convierten en parte de sus colecciones.
—Todavía puedo ser útil.
—Las probabilidades de que yo pueda conseguir alguien tan cualificado como Kong dentro de un año son bastante pequeñas.