Y se acusaba a los evolucionistas, bioquímicos, cosmólogos y paleontólogos de haber sabido —o al menos tener la sospecha— de que quizá todo eso fuese cierto, y que lo habíamos ocultado deliberadamente, rechazando los artículos que tratasen de esos temas, y ridiculizando a los que hubiesen publicado tales ideas en la prensa popular, equiparando a cualquiera que apoyase el principio cosmológico antrópico con los evidentemente ilusos fundamentalistas creacionistas de la Tierra joven.
Evidentemente, llovieron las llamadas de teléfono pidiendo entrevistas conmigo — aproximadamente una cada tres minutos, según el registro de la centralita del RMO—. Le había dicho a Dana, la secretaria del departamento, que no me molestase a menos que l amase el Dalai Lama o el Papa. Había sido una broma, pero sus representantes estaban al teléfono veinticuatro horas después de las revelaciones de Salbanda en Bruselas.
Por mucho que desease embarcarme en la lucha, no podía hacerlo. No tenía tiempo que malgastar.
Estaba de pie inclinado sobre mi mesa, intentando ordenar los papeles. Había una petición desde el AMNH de una copia del artículo que había escrito sobre el
Era demasiado. Me senté, encendí el ordenador, le di al icono de correo electrónico. Me esperaban setenta y tres mensajes nuevos; Dios, no tenía tiempo siquiera de empezar a repasarlos.
Justo en ese momento, Dana metió la cabeza por la puerta.
—Tom, realmente necesito que apruebes esos horarios de vacaciones.
—Lo sé —dije—. Me pondré a el o.
—Tan pronto como puedas, por favor —dijo.
—¡He dicho que me pondré a ello!
Me miró sorprendida. No creo que le hubiese respondido así jamás. Pero desapareció en el pasil o antes de que pudiese disculparme.
Quizá debería haber distribuido o delegado mis obligaciones administrativas pero, bien, si renunciaba a ser el jefe del departamento, seguro que mi sucesor reclamaría el derecho a ser el guía de Hollus. Además, no podía dejarlo todo hecho un desastre; tenía que ordenarlo todo, completar todo lo que pudiese antes de que…
Antes de…
Suspiré y me aparté del ordenador, volviendo a mirar a la pila de cosas sobre la mesa.
Maldición, no había tiempo suficiente. Simplemente no había tiempo suficiente.
19
Muchos empleados no tienen ni idea de cuánto ganan sus jefes, pero yo sabía hasta el último penique que se embolsaba Christine Dorati. La ley de Ontario exigía que los salarios de los funcionarios fuesen públicos cuando ganasen más de cien mil dólares canadienses al año; el RMO sólo tenía cuatro miembros del personal que entrasen en esa categoría. Christine ganó 179.952 dólares el año pasado, más 18.168 en beneficios gravables —y tenía un despacho que reflejaba esa posición—. A pesar de mis quejas por la forma en que Christine dirigía el museo, comprendía que era necesario que el a tuviese semejante despacho. Debía tratar con donantes potenciales, y también con peces gordos del Gobierno que podrían aumentar o reducir nuestro presupuesto a voluntad.
Yo estaba sentado en mi despacho, esperando a que los analgésicos hiciesen efecto, cuando recibí una llamada diciendo que Christine quería verme. Caminar era una buena forma de mantener las pastillas en su sitio, así que no me importó. Me dirigí a su despacho.
—Hola, Christine —dije, después de que Indira me dejase pasar al