—Eso me temo —Falsey se volvió y miró a la imponente fachada de piedra del museo, con sus anchos escalones que llevaban hasta las puertas de vidrio de entrada y el tríptico de ventanas de colores que se elevaban sobre las puertas.
—Qué pena que no pudiésemos ver al alienígena —dijo Falsey.
Ewell asintió, compartiendo la decepción de Cooter.
—Puede que los alienígenas crean en Dios, pero todavía no han encontrado a Cristo. Imagínate si fuésemos nosotros los que les presentásemos al Salvador…
—Sería espléndido —dijo Falsey, con los ojos totalmente abiertos—. Absolutamente espléndido.
Ewell sacó el plano de la ciudad que habían estado usando.
—Bien —dijo—, parece que si cogemos el metro cuatro paradas al sur, eso nos dejará muy cerca del lugar donde graban
Falsey sonrió, con toda idea de una gloria mayor temporalmente eliminada de la mente. A los dos les encantaba
—Vamos —dijo. Se acercaron a la entrada del metro y descendieron.
Vale, lo admito. Hay algo positivo en morirse: te obliga a ser introspectivo. Como dijo Samuel Johnson: «Cuando un hombre sabe que le van a colgar en quince días, eso hace que su mente se concentre maravillosamente.»
Sabía por qué me resistía tanto a la idea del diseño inteligente —por qué casi todos los evolucionistas lo hacen—. Hemos luchado durante más de un siglo contra los creacionistas, contra los tontos que creen que la Tierra fue creada 4004 años antes de Cristo, durante seis días literales de veinticuatro horas; que los fósiles, si tienen alguna validez, eran restos del diluvio de Noé; que un Dios engañoso había creado el universo con luz estelar ya en ruta, ofreciendo la ilusión de gran distancia y gran edad.
La historia popular era que Thomas Henry Huxley había derrotado al obispo «El jabonoso» Wilberforce en el gran debate evolutivo. Y Clarence Darrow, me habían enseñado, había enterrado a Wil iam Jennings Bryan durante el juicio Scopes. Pero la batalla no había hecho más que empezar. Otros siguieron viniendo, arrojando basura bajo la manta de la llamada ciencia creacionista, forzando la salida de la evolución de las aulas, incluso hoy, incluso al comienzo del siglo XXI, intentando forzar una interpretación literal y fundamentalista de la Biblia para el público general.
Habíamos peleado bien, Stephen Jay Gould, Richard Dawkins, e incluso yo en menor medida —yo no tenía la tribuna de los otros dos, pero debatí con mi cupo de creacionistas en el Real Museo de Ontario y la Universidad de Toronto—. Y hace veinte años, Crish McGowan del RMO había escrito un libro excelente l amado
Admitir que podría haber habido alguna inteligencia que guiase el proceso, en algún momento, sería abrir las compuertas. Habíamos luchado durante tanto tiempo, y con tanta intensidad, y algunos de nosotros habíamos sido encarcelados por la causa, que permitir ni siquiera por un momento la posibilidad de un creador inteligente sería equivalente a izar la bandera blanca. Estábamos seguros de que los periódicos estarían encantados, la ignorancia reinaría sin oposición, y no sólo Johnny sería incapaz de leer, tampoco sabría nada de ciencia real.
En retrospectiva, quizá deberíamos haber sido más abiertos, quizá deberíamos haber considerado otras posibilidades, quizá no deberíamos haber ignorado con tanta facilidad los baches de la teoría de Darwin, pero el coste siempre había parecido demasiado grande.
Los forhilnores no eran creacionistas, evidentemente —no más, en realidad, que cualquier científico que aceptase el big bang, con su punto definitivo de creación (algo que a Einstein le había parecido tan detestable que había cometido lo que consideró el «mayor error» de su vida, manipulando las ecuaciones de la relatividad para evitar un universo que tuviese un principio).
Y ahora las compuertas se habían abierto. Ahora todo el mundo, en todas partes, hablaba sobre la creación, y el big bang, y el ciclo anterior de la existencia, y el ajuste de las constantes fundamentales, y el diseño inteligente.