Читаем Círculo de espadas полностью

El día de mañana y de mañana y de mañana,Se desliza, paso a paso, día a día,Hasta la sílaba final con que el tiempo se escribe;Y todo nuestro ayer iluminó a los neciosLa senda de cenizas de la muerte.¡Extínguete, fugaz antorcha!La vida es una sombra tan sólo, que transcurre; un pobre actorQue, orgulloso, consume su turno sobre el escenarioPara jamás volver a ser oído; es una historiaContada por un necio, llena de ruido y furia,Que nada significa.

—¡Qué lenguaje tan espléndido! Sólo espero poder traducir este fragmento tan bien como se merece. Si hay algo que los humanos saben hacer, es escribir. —Hizo una pausa y añadió—:

Y debo decir que me gusta Macbeth. Su coraje es incuestionable. Nunca cede, ni siquiera cuando ha llegado a la desesperación total. Eso es lo que ocurre cuando se ignora la conducta normal y decente. Macbeth y su madre tendrían que haber agasajado al viejo rey como correspondía y dejarlo seguir su camino.

—Aja —respondió Anna.

—¿Ocurre algo?—preguntó él.

—No quiero hablar de eso.

Él guardó silencio durante un rato; la guió por una serie de pasillos que no le resultaban familiares.

—¿Nick tiene problemas? —preguntó por fin.

—Sí.

—¿Deque clase?

—No puedo decírtelo.

—¿Debo volver y preguntárselo?

Ella reflexionó.

—No quiere involucrarte.

—Entonces es algo grave. Será mejor que regrese en cuanto te deje a ti.

Llegaron a un ascensor que los llevó hasta gravedad cero y entraron flotando en el vehículo; éste estaba vigilado por un par de tripulantes hwarhath que se mantenían pegados al suelo gracias a las sandalias. Anna encontró un asiento y se abrochó el cinturón.

Matsehar la saludó:

—Adiós. Espero que tu problema, sea cual fuere, se resuelva pronto.

Salió. Anna oyó que la puerta se cerraba.

Uno de los tripulantes dijo:

—Miembro Pérez, debemos decírselo. Hay otro pasajero.

<p>XXV</p>

Observé a Gwarha. Seguía inconsciente, lo cual resultaba preocupante. A aquellas alturas tendría que haber vuelto en sí. Recorrí la habitación de arriba abajo, intentando no pensar en el futuro. Sabía que no elegiría la opción. Hubiese podido hacerlo mientras estaba en prisión —más de tres años— y nunca me atrajo lo más mínimo, a pesar de que mi única alternativa era pasarme el resto de la vida en doce habitaciones minúsculas con otros seis hombres de la tripulación del Free Market Explorer. Militares de carrera. Era como un círculo del infierno de Dante, o como la obra del filósofo francés, fuese cual fuera su nombre.

Alguien dijo:

—Nicky.

Era Matsehar. Estaba en la antesala.

—¿Por qué has vuelto?

—Anna me dijo que ocurría algo.

—Se equivoca. No se encuentra bien. No ocurre nada.

—Sal un momento —me dijo—. Sabes que cuando hablo con alguien me gusta verle la cara.

Mierda, sí, lo sabía, y también sabía que Mats podía ser tan terco como una muía. Era probable que no me dejara en paz hasta que hubiera conseguido su propósito.

—Espera. —Volví a mirar a Gwarha. Seguía inconsciente. Los nudos estaban apretados y su pulso era fuerte y regular.

Entré en la antesala a toda prisa para que Mats no pudiera ver el interior del despacho.

Estaba de pie, con los hombros muy erguidos y la expresión que suele adoptar cuando discute con los actores y los músicos: una severa determinación combinada con la idea de que tiene razón. Mats no ve el mundo con matices salvo, a veces, cuando escribe una obra.

—No te creo. No soy un experto en humanidad, pero Anna parece perfectamente sana, y no creo que sea una mentirosa.

El mentiroso era yo, como todo el mundo sabía. ¡Vaya fama!

—No se encuentra bien, Mats. Te lo aseguro.

Él siguió con su obstinada actitud.

—Hoy el Primer Defensor no está de buen humor. —Lo cual era un eufemismo—. Creo que lo mejor será que te vayas antes de que se ponga furioso.

Mats miró la puerta del despacho del general.

—Está ahí dentro.

—Sí.

—Me gustaría verlo.

—¿Para qué? No tienes nada que decirle y jamás os habéis tratado.

—Estoy a sus órdenes. Tengo derecho a verlo. Quiero verlo.

En ese momento tomé conciencia del equipo de vigilancia que estaba instalado en la antesala. Lo más probable era que no hubiera nadie vigilando, salvo un programa de ordenador. Pero si el programa decidía que estaba ocurriendo algo raro, alertaría a alguien, y yo tendría problemas. No es que no los tuviera ya, tal como estaban las cosas.

Maldije al Pueblo y su manía de perseguirse mutuamente. ¿Por qué no me había enredado con una especie menos paranoica? ¿O con un sexo menos paranoico?

—Mats, estoy en medio de una discusión con el Primer Defensor. Es una discusión privada. Me gustaría poder terminarla sin interrupciones.

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