Читаем Círculo de espadas полностью

—Dígale a Corbeau que las mujeres de Ettin han convocado una reunión, y que por eso el vehículo regresa. Si le pregunta… ¿Cuál es la expresión que utilizan los humanos? Si le pregunta a qué se debe tanta prisa, dígale que no lo sabe. Hai Atala Vaihar estará esperando para escoltarla.

Ella se mostró de acuerdo.

El general habló en la lengua de Eh y Ahara, luego apagó el intercomunicador y dijo:

—Ahora bien, Nicholas, nosotros iremos a ver a mis tías. ¿Es necesario que te diga que no intentes ninguna triquiñuela?

—Las he agotado.

—Bien.

Caminamos en silencio hasta los aposentos de las mujeres. Yo había superado mi reacción, que había sido de pánico. Ahora sentía el temor distante que se siente cuando uno va a someterse a algún tipo de examen médico que podría tener consecuencias desagradables.

Durante el verano de mi primer año como estudiante universitario había tenido un accidente y me habían hecho una transfusión. Decidieron que parte de la sangre podía estar infectada, y durante un año tuve que someterme a diversos análisis. La mayor parte del tiempo lograba creer que todo iba bien. Yo era mágico, había nacido para triunfar y nada podría detenerme. Pero cuando me extraían sangre y veía lo cuidadosos que eran los técnicos, me sentía aterrorizado. Resulté estar perfectamente sano. La enfermedad que buscaban nunca se manifestó.

Atravesamos la puerta con el emblema de la hoguera (los soldados que la custodiaban hicieron el ademán de la presentación) y cruzamos el suelo desnudo y brillante del vestíbulo de entrada. Los tapices mostraban gente del mundo natal ocupada en diversos trabajos agrícolas.

Uno de ellos me llamó la atención: una mujer reparando un tractor. Lo vi con la lúcida intensidad que puede proporcionar el temor. El tractor era de color burdeos. La mujer era grande, sólida y seria, de pelaje claro, e iba vestida con una túnica azul brillante.

Parecía una escena de principios del Renacimiento, creada por el Maestro del Equipo de Mantenimiento.

Bajamos por un pasillo y entramos en una antesala. Gwarha habló al aire, y el aire respondió. Esperamos. Se abrió una puerta. Me guió hasta la habitación donde había hablado con las tías por última vez. Ahora los hologramas estaban desconectados. En lugar de ventanas con vista al océano, había paredes blancas. La puerta por la que entramos era visible: una plancha de madera negra como el carbón.

En medio de la habitación había siete sillas dispuestas en círculo. Las tías, vestidas con túnicas del color del fuego, ocupaban tres de esas sillas. Con ellas se encontraba una cuarta mujer, corpulenta y demacrada, con el pelaje blanco a causa de la edad. Su túnica era verde con bordados en azul, blanco y plata, probablemente según un diseño tradicional con algún nombre complicado.

—Al subir a lo más alto de las montañas finalmente vemos los picos elevados y cubiertos de hielo —bajé la vista.

—Levanta la cabeza —me indicó la mujer—. Quiero verte los ojos.

La miré a la cara. Ella me observó con atención.

—Blanco y verde. Raro, pero encantador, como ramas en la nieve. ¿Por eso te enamoraste de él, Gwarha? ¿Por sus ojos?

—Esta —dijo el general con comedimiento— es mi abuela. Creo que no la conocías.

Pero había oído hablar de ella. Era más dura que cualquiera de sus hijas. Fue en sus tiempos cuando Ettin se convirtió en una auténtica potencia. A los ochenta años, se había retirado a una casa en el lejano sur, argumentando que estaba harta de la gente. Había pasado más de veinte años entregada a diversas aficiones: cuidando animales, como pájaros, y criando otros, como peces; componiendo música y escribiendo sus memorias; La música era adecuada y de tono menor: no estaba nada mal para una política retirada. Las memorias eran esperadas por todos con temor. No supe qué hacía allí.

—Siéntate —me dijo la anciana—. Y mantén la cabeza erguida. Jamás había visto a un humano, al menos en persona. Es muy interesante.

Obedecí. Gwarha se sentó en una silla delante de mí, lo más lejos posible.

—No has respondido a mi pregunta, Gwarha.

Él miró a la anciana.

—No me resulta fácil recordar por qué lo amé alguna vez.

La anciana arrugó el entrecejo.

—Eso no es una respuesta. ¿Qué ha ocurrido con tus modales?

—Madre —dijo Per tímidamente—. Gwarha dice que tiene un problema. Tal vez deberíamos pedirle que nos explique de qué se trata.

—Muy bien —aceptó la anciana.

El general me miró.

—Presta atención a lo que voy a decir. Si olvido algo importante, o expreso mal algo de lo ocurrido, interrúmpeme.

Asentí. Él describió lo que había sucedido. Mostró un absoluto dominio de sí mismo; su postura era relajada pero no desgarbada, su voz serena y tranquila. A pesar de lo bien que lo conocía, me resultó difícil percibir emoción alguna. Era un general presentando un informe. De vez en cuando me miraba para saber si tenía algo que comentar. Yo asentía cada vez, indicándole que continuara.

Cuando concluyó, dijo:

—No has dicho nada, Nicky. ¿Quieres agregar algo?

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