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— Quizás tengas tus razones. Serias razones. Pero si quieres que… bueno, ya sabes…, entonces, no me mientas.

Guardé silencio.

— Yo te contaré una cosa y tú a mí otra. ¿Vale? Será la verdad. Sea cual sea.

No estaba mirándola a los ojos, fingí no darme cuenta de que su mirada buscaba encontrarse con la mía.

— Ya te he dicho que no sé cómo he llegado hasta aquí. Quizás tú sepas algo. Espera, me toca a mí. Quizás tampoco lo sepas. Pero si lo sabes, y ahora no puedes decírmelo, tal vez lo hagas más adelante, en otro momento. No sería lo peor. En cualquier caso, me darás una oportunidad.

Tenía la sensación de que una corriente gélida me atravesaba el cuerpo.

— Mi niña, ¿qué estás diciendo? ¿Qué oportunidad? — balbuceé.

— Kris, sea quien sea, seguro que no soy una niña. Me has hecho una promesa. Responde.

Aquel «sea quien sea» hizo que se me pusiera un nudo en la garganta, así que no podía hacer otra cosa que mirarla fijamente, como un tonto, negando con la cabeza, como si me resistiera a escucharlo todo.

— Te estoy diciendo que no tienes por qué contármelo. Bastará con que me digas que no puedes.

— No te estoy ocultando nada… — contesté con voz ronca.

— Entonces, perfecto — replicó al tiempo que se levantaba. Yo quería decir algo, sentía que no podía dejarla así, pero todas las palabras quedaban ahogadas.

— Harey…

Estaba de espaldas a mí, junto a la ventana. El océano azul marino yacía bajo el cielo desnudo.

— Harey, si piensas que… Harey, sabes perfectamente que te quiero…

— ¿A mí?

Me acerqué a ella. Intenté abrazarla. Se liberó, apartando mi mano.

— Eres tan bueno… — dijo —. ¿Me quieres? ¡Preferiría que me pegaras!

— Harey, ¡cariño!

—¡No! No. Será mejor que no digas nada.

Se acercó a la mesa y se puso a recoger los platos. Yo miraba el vacío azul marino. El sol estaba bajando y la enorme sombra de la Estación se mecía rítmicamente sobre las olas. Uno de los platos se le escapó a Harey de las manos y cayó al suelo. El agua gorgoteaba en el fregadero. El color bermejo, al llegar a los bordes del firmamento, se transformaba en un oro con tonos de rojo sucio. Si hubiera sabido qué hacer. Oh, si lo hubiera sabido… De repente, se hizo el silencio. Harey se colocó justo detrás de mí.

— No. No te des la vuelta — dijo, bajando el tono de voz hasta el susurro —. Tú no tienes la culpa de nada, Kris. Lo sé. No te preocupes.

Estiré mi mano hacia ella. Se escapó al fondo del camarote y cogiendo una pila de platos, dijo:

— Qué pena. Si pudieran romperse, los rompería, ¡oh, los rompería todos!

Por un momento pensé que de verdad los iba a arrojar al suelo, pero me lanzó una rápida mirada y sonrió.

— No tengas miedo, no te voy a hacer una escena.

Me desperté en mitad de la noche, tenso y alerta; me senté en la cama; la habitación estaba a oscuras y por la puerta entraba la tenue luz del pasillo. Algo silbaba con persistencia y el sonido fue aumentando, acompañado por unos golpes sordos y amortiguados, como si un objeto grande aporreara el otro lado de la pared. ¡Un meteoro! — se me pasó por la cabeza —. Ha debido de atravesar la coraza. Al escuchar un prolongado estertor, me di cuenta de que había alguien allí.

Me despejé del todo. Estaba en la Estación, no en un meteoro ni en un cohete, ¡aquel horrible ruido debía de ser…!

Salí disparado al pasillo. La puerta del pequeño taller estaba abierta de par en par, la luz encendida. Entré corriendo.

Me envolvió un tremendo soplo de aire frío. Un vaho que cuajaba el aliento, y lo transformaba en nieve, llenaba la habitación. Numerosos copos sobrevolaban un cuerpo que, envuelto en un albornoz, se golpeaba débilmente contra el suelo. Apenas pude distinguirla en medio de aquella nube gélida; me abalancé sobre ella, la agarré por la cintura; la bata me quemaba las manos y ella gemía. Salí corriendo al pasillo; pasé junto a varias puertas y ya no notaba el frío; solo su aliento, que le salía de la boca en forma de nubecillas de vaho, me seguía quemando el hombro como el fuego.

La deposité sobre la mesa, desgarré el albornoz a la altura del pecho y, por un segundo, me quedé mirando su cara congelada y temblorosa; la sangre coagulada cubrió los labios despegados con una capa negra y varios cristales de hielo brillaron sobre su lengua…

Oxígeno líquido. Había oxígeno líquido en el laboratorio, en los vasos de Dewar. Cuando levanté a Harey, noté cómo el cristal crujiente se partía bajo mis pies. ¿Cuánto pudo haber tomado? Qué más daba. La tráquea quemada, la garganta, los pulmones, todo: el oxígeno líquido es más corrosivo que los ácidos. Su respiración, chirriante y seca como el sonido del papel rasgado, se volvía cada vez más superficial. Tenía los ojos cerrados. Estaba agonizando.

Vi los enormes armarios acristalados llenos de instrumental y de medicamentos. ¿Una traqueotomía? ¿Intubarla? ¡Si carecía ya de pulmones! Estaban quemados. ¿Medicarla? ¡Había tantas medicinas! Filas de frascos de colores y de cajas se amontonaban en los estantes. El estertor llenaba toda la sala, la niebla seguía brotando de su boca entreabierta.

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